Nos acostumbramos a tantas cosas que no están bien en la vida que cuando aparece el término justo con el cual verificar alguna conducta que intuíamos estaba errada, sentimos una especie de pálpito, un brinquito en el pecho antes del suspiro típico al confirmar un “lo sabía” y que en silencio hemos repetido durante décadas.
Sabía que no era correcto, sabía que tenía la razón, pero... había que callar, bajar la vista y seguir amortizando las opiniones contrarias a las certezas encontradas en el camino solitario del pensamiento femenino dentro de la gran casa llena de voces masculinas del patriarcado.
Hombres monologando. Valga de ejemplo las explicaciones que dan los señores, periodistas, sociólogos, filósofos, etc. sobre el feminismo y el cuerpo femenino.
Apareció el término: mansplaining, el cual denomina el hábito masculino de explicar a las mujeres, con un tono condescendiente, cosas que ya ellas pueden saber, sin preguntarse o detenerse a observar si lo saben o no. Se da por cierto que las mujeres no lo saben o saben menos, y el hombre debe explicarlas.
¿Cuántas veces hemos pasado por esa situación? ¿No ser oídas nuestras opiniones o juicios? ¿No ser tomadas en cuenta, ser descalificadas a priori o, simplemente, relegarnos al papel de la eterna estudiante o asistente que no sabe o sabe siempre menos? ¡Muchas veces!
La práctica del mansplaining, o machoexplicación, se puede observar en los trabajos de grupo, en los problemas por resolver de sentido común, en la profesión, en las reuniones amistosas, en las relaciones de pareja, en las asesorías de muchos campos e incluso en los asuntos propios de la mujer porque pareciera que se insiste en que ella misma es incapaz de aprender, analizar, discernir y emitir explicaciones sobre sus propios procesos y campos de acción.
Hombres monologando. Valga de ejemplo las explicaciones que dan los señores, periodistas, sociólogos, filósofos, etc. sobre el feminismo y el cuerpo femenino. Valga también de ejemplo las reuniones sociales en las cuales se escucha a la chica con expresión de “en realidad no te estoy escuchando, solo soy condescendiente” o los diálogos que en realidad son monólogos entre un hombre y una mujer: la mujer escucha esa especie de rotativo autorreferente con paciencia clarisa de quien estuvo ya ahí y conoce el desenlace de memoria, pero tiene que poner cara de “¿de veras?, no lo sabía”, no vaya a ser que crea que ella sabe más que él.
Podríamos escribir muchos ejemplos para la misma palabra: mansplaining. Aunque no soy devota de unir en un solo término varias posibles situaciones, en este caso, y en época de pocas palabras y muchas imágenes, me parece una buena expresión para lo que se repite como un síndrome de uso cada vez más desactualizado.
Las mujeres ya no necesitamos que nos expliquen tanto el mundo porque salimos de la oscuridad de la ignorancia hace rato, y aunque haya quienes quieran o tengan que mantener relaciones de dependencia, si se estudia y se trabaja, se tienen los mismos canales para percibir el mundo y las mismas herramientas para procesar la experiencia.
Enriquecer el vocabulario. “No me explique el mundo, compártalo”, podría ser la réplica a esta tendencia, “No me explique el mundo, escúcheme, deje que me explique yo también”.
Pero para eso se necesitan las palabras. Hablar, no solo likear. Leer, acumular vocabulario, encontrar las expresiones justas que describan las explicaciones con exactitud y maña. Se necesitan las metáforas y las argumentaciones.
Así que, mujeres, si no quieren que les expliquen el mundo, pongámonos a leer y a conversar de cara al futuro. A buscar la explicación mutua de la realidad más allá de la anécdota y del emoticón porque es en el maravilloso tejido simbólico del lenguaje donde se encuentra el diseño del futuro.
La autora es filósofa y escritora.