Mucho se ha deliberado sobre los efectos humanos del avance científico y tecnológico, avance que, supuestamente, estaba destinado a mejorar y a facilitar la vida de las personas.
Pero no siempre se ha logrado esa meta. Es mucho lo que hemos ganado con la tecnología, pero es mucho también lo que hemos perdido por ella.
Hemos caído en la esclavitud de la máquina, y es el sistema el que dice la última palabra. Nadie se atreve a cuestionar ni a poner en duda los datos que arroja la máquina, aun cuando estemos frente a la sinrazón y el absurdo.
Basta con pensar en el caos que se produce cuando llegamos a una institución y nos dicen: “Se cayó el sistema”. Mientras lo juntan, todo se paraliza y el ser humano queda anulado e incapacitado para resolver por sí mismo el problema.
Conozco el caso de una amiga, víctima de una injusticia institucional, que cansada de ir de instancia en instancia y recibir siempre la misma respuesta —“Eso es lo que reporta el sistema”—, decidió escribir una carta más, pero esta vez con el siguiente encabezamiento: “Estimado señor Sistema”. Paradójicamente, esta vez sí obtuvo respuesta.
Tema literario. Esta problemática del hombre moderno fue planteada por Franz Kafka, escritor de origen judío nacido en Praga, en 1883, cuya obra ejerció influencia en la producción literaria de grandes autores, tales como Albert Camus, Jean Paul Sartre, Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez.
En varias de sus novelas, como El castillo, El proceso y La construcción de la muralla china, los personajes son seres frustrados, padeciendo la indefensión, el desamparo y la impotencia frente a los abigarrados laberintos de la burocracia y el sistema.
El castillo puede ser interpretado como una metáfora de la vida moderna, la de la gran ciudad, la del ciudadano a merced de un aparato burocrático, cuyas funciones dirigen instancias inaccesibles al común de la gente.
El protagonista de la novela, al que se denomina K, llega de un lugar lejano a un pueblo donde ha sido contratado como agrimensor en el castillo. Pero en el intento de llegar a su trabajo y conocer los términos del contrato, encuentra toda clase de tropiezos y situaciones absurdas, que se interponen para obstaculizar su propósito.
Cuando, con dificultad, logra ser recibido por el alcalde, que no es la instancia superior, este le dice que se trata de un malentendido, ya que ahí no necesitan ningún agrimensor.
El alcalde busca en un armario, lleno de papeles desordenados, un documento donde se comunicaba el acuerdo de no contratar un agrimensor; documento que, posiblemente por un error, llegó a una oficina equivocada y aún no había sido conocido por la instancia correspondiente.
Y así, dentro de ese ambiente demencial de laberinto y pesadilla, K no consigue nunca llegar a la meta.
Refleja la obra, la frustración y la impotencia del ciudadano para defenderse de ese gigante, creado por humanos, que nada tiene de humano. Al punto que, con frecuencia, las instituciones y los servicios públicos se convierten en “enemigos públicos”.
Partida perdida. En una de sus últimas obras, La construcción de la muralla china, el autor amplia el escenario de El castillo.
Se describe en este relato el desconcierto y el temor de las gentes a causa del autoritarismo de un recaudador de impuestos, lejano, despótico e incomprensible.
Cuando una delegación llega a él con una súplica, pareciera que fuera él la pared donde termina el mundo.
Momentos después se acerca un funcionario que le habla en voz baja y obtiene de él un susurro, que de inmediato comunica a los presentes: “La petición fue rechazada. Idos…".
Tengo la certeza de que más de un lector ha experimentado una vivencia de esa índole. Les voy a relatar una de esas situaciones en las que la tecnología y la máquina ganan la partida a la inteligencia y al sentido común.
De manera sorpresiva e inesperada, y además acompañando a la pandemia, me llega un recibo de la corriente eléctrica por un monto de ¢1,2 millones con la indicación de que era el cobro de tres meses.
Me sentí de pronto protagonizando un relato de García Márquez, porque se trata de un local que ha permanecido desocupado durante más de un año y cuyo consumo eléctrico oscilaba entre ¢6.000 y ¢10.000 mensuales.
Al dispararse a esas cifras astronómicas fui, como el personaje de Kafka, acudiendo a todas las instancias y topando siempre contra el muro. El medidor había marcado eso y eso había que pagar.
La sumisión a la máquina nos puede llevar a situaciones extremas. Si la máquina le indica al médico la muerte del paciente, deberá enterrarlo, aunque esté vivo.
Total, frustrada y atropellada por el sistema, me vi compelida, injustamente, a pagar la onerosa y ruinosa suma que la máquina dictó.
Pensé, entonces, que Kafka no erró cuando habló de “la imposibilidad del hombre de a pie de tener acceso a la justicia”. Y mucha razón llevaba Cervantes cuando puso en boca de don Quijote las siguientes palabras: “Luchamos, Sancho, contra gigantes: el miedo, la ignorancia y la injusticia".
La autora es filóloga.