Qué curiosa olla de carne fueron los años sesenta y setenta: véanse, si no, las invenciones, los cambios culturales y políticos, las relaciones internacionales y los continentes exportándose ideas, innovaciones y violencia, violencia a granel.
Durante ese tiempo, entran en escena las dictaduras, se agudizan los movimientos subversivos que siguen teniendo como trasfondo las guerras de Asia. No está de más recordar el extremo al que se encumbró al maoísmo, que a la vez que polemizaba con los soviéticos, les sacaba lo que podía, incluso los secretos atómicos, y coqueteaba con Estados Unidos. Mao, cuya brutalidad se conocía poco, cautivó a cierta izquierda intelectual en Francia y por todas partes. Se mitificó, por ejemplo, el programa Florezcan mil flores, en realidad, una gigantesca trampa para identificar a los potenciales opositores y liquidarlos. Mao inspiró también a los Jemeres Rojos, recordados por sus crímenes en masa y la vergüenza de Occidente, que los toleró en la ONU hasta 1991.
Pero no todo fue brazo armado, aunque el asunto tiene que ver con otra historia. En el marco de la lucha ideológica, la política antisubversiva estadounidense sembró una semilla que repercute hoy en nuestros países y produce imágenes de novela distópica. Dentro del cristianismo, la teología de la liberación fue una respuesta de parte del clero intelectual latinoamericano a las condiciones sociales del continente y adquirió cierta legitimidad gracias al Congreso Vaticano II.
Enmarcado en la política de contrainsurgencia, Estados Unidos diseñó un programa cuyo destino era impulsar a grupos evangélicos que sirvieran de contrapeso. Típico juego de poder ideológico de la Guerra Fría. Desde entonces, se echó a rodar una avalancha que, muchos años después, explica el auge político de ciertos sectores religiosos en el continente. Este movimiento dentro del cristianismo le ha comenzado a carcomer la clientela al catolicismo en los espacios donde, por anquilosamiento y políticas de evangelización ineficientes, la Iglesia de Roma se ha visto eclipsada al promover la fe, y en donde los Estados, por falta de planes sociales o por corrupción, han sido incapaces de encontrar respuestas a la pobreza y marginalidad. O porque las políticas económicas llevan fatalmente a la pobreza.
Sea cual sea la explicación, existen estudios estadísticos precisos sobre estas mutaciones de las preferencias religiosas en América Latina. La fe neopentecostal, con su simpleza y retórica, parece ser un derivado pragmático del calvinismo y remite los fundamentos de la salvación a textos del Antiguo Testamento, raramente a los Evangelios. Así, contagia de sentido escatológico a los fieles acentuando el interés en la riqueza material. Nadie conoce los designios de Dios, pero el triunfo económico puede verse como la señal de la salvación. No hace falta volver a Max Weber para repensar el impulso ensordecedor de esta forma de religiosidad y observarlo en movimiento.
Resultados del pasado. Hay ciertas prácticas de intención geopolítica que producen efectos imprevistos a largo plazo. Una de ellas es la que acabo de mencionar. La otra fue haber promovido el terrorismo de los grupos islamistas en Afganistán, para combatir a los soviéticos, lo que los convirtió en actores mundiales.
Si en los años sesenta y setenta el impulso social conoció un eje transformador por la ampliación de la libertad, la liberación de la mujer en asuntos como el aborto, la confrontación contra el autoritarismo, la teorización del feminismo con Simone de Beauvoir a la cabeza en Europa, la innovación tecnológica acelerada en el campo de la gestión del conocimiento gracias a la informática, etc., hoy parece que el mundo retrocede a los tiempos en que dieron inicio esas luchas. Los movimientos antiilustrados, religiosos o no, parecen triunfar con su mal aliento de misoginia, retroceso frente a los derechos humanos y escasa capacidad para gobernar en una época de crisis ambiental y agudos cambios tecnológicos que apuntan a conmover la concepción misma del ser humano.
Medio siglo después, vivimos de los sucesos, confrontaciones e invenciones de los años sesenta. La computadora, la política, la moda, el diseño, la música popular, la revolución de las mujeres por sus derechos menoscabados desde los orígenes del Homo sapiens, la emancipación de las mentes frente a viejas trabas autoritarias, las luchas antirraciales y anticolonialistas. El concepto mismo de revolución se emancipó del lastre estalinista o maoísta que tenía en esa época. La carrera espacial abrió la mente a horizontes ilimitados y, por desgracia, a nuevas formas de la guerra.
Durante esos años se acentúa un cambio en el comercio editorial. El llamado bum latinoamericano se benefició de estas innovaciones en la publicidad y el mercadeo internacional del libro, o sirvió para darle vigor. El subcontinente despertaba en el público el viejo sueño del exotismo que desde el siglo anterior animaba la curiosidad de los europeos, como se puede ver, por ejemplo, en novelas decimonónicas.
Ese mismo voyerismo obsceno abrió el interés comercial a las exposiciones de tribus de excolonias en el Jardin d’Acclimatation o el Tierpark Carl Hagenbeck, entre otros, a los que se refiere incluso Kafka en alguno de sus textos. Una línea predominante del relato latinoamericano es hiperrealista, con toda su carga de magia, miseria y violencia mezcladas en un carnaval de bellas palabras, con el horror de la brutalidad convertido en belleza que comporta la fascinación por lo extraño. El bum latinoamericano se identificó con un modelo de mercado literario: cuando en alguna parte del mundo se desencadenan crisis y, mejor aún, guerras, abusos, este desorden primario fomenta la edición y las preferencias editoriales, e incluso influye en los intereses académicos y de investigación. Esto refuerza el peso del realismo. Sospecho que el bum latinoamericano propició un modelo comercial masivo en el mercado del libro.
Proyección ideológica. Diciéndolo en forma grosera, en los años sesenta y setenta, cierta parte de Europa se proyectó ideológicamente en América Latina o la vio como fuente de curiosidad. El Che Guevara fue el guerrillero típico; Régis Debray, el excursionista político que se alista para explorar la revolución in situ. En aquella época de Guerra Fría, Europa no vio necesario ajustar su papel geopolítico con respecto a Estados Unidos, a pesar de que algunos países, con Francia a la cabeza, se distanciaron de su aventura militar en Asia.
En el 2017, el Museo de Bellas Artes de Montreal organizó una exposición excepcional sobre los años sesenta, bajo el nombre de Revolution. Gracias a una gran síntesis, los objetos, fotografías, afiches, letreros, textos explicativos, grabaciones musicales y videos representaron los grandes cambios, el giro de esos años en la historia contemporánea y en las prácticas culturales y técnicas, y se mostró cómo vivimos aún de lo ocurrido entonces.
Uno de los textos más relevantes de la exposición decía: “Aún hoy los años sesenta suscitan debates inflamados. Como lo dijo el crítico musical y autor británico Ian McDonald, ‘la verdadera revolución de los años sesenta —más radical y decisiva para la sociedad occidental que ninguna otra de sus consecuencias exteriores— ha sido una revolución interior del sentimiento y de la opinión: una revolución del espíritu’. Es en la cabeza de las personas ordinarias, más allá de la política, donde se produjo un cambio radical y permanente.
”Una generación ha puesto en alto los ideales para defender causas múltiples: multiculturalismo, feminismo, pacifismo, ambientalismo, anticolonialismo, liberación de los homosexuales, obtención de derechos cívicos para los afroamericanos, afirmación de las minorías y de los pueblos, revolución tranquila en Quebec… Los ciudadanos de esos años no se contentaron con imaginar un porvenir mejor: asumieron la responsabilidad completa de construirlo.
”Pero si el ordenador personal y la tecnología transformadora resultan de un ideal hippie —compartir el saber e investigar las comunidades alternativas—, la informática, paradójicamente, ¿no ha engendrado una cultura de la vigilancia? Si la búsqueda de emancipación individual se ha convertido en un valor dominante en Occidente, ¿no conduce al culto del individualismo?
”Y, como lo decía en esa época el intelectual canadiense Marshall McLuhan, si ‘el medio es el mensaje’, ¿qué sucede hoy? Con el retorno de los populismos, de los nacionalismos, de los conservadurismos, hay que matizar las victorias y las ganancias de los años sesenta” (trad. mía).
Como ven, cerramos el círculo. Mucha fuerza de la realidad contra la cual se combatió en aquellos años pareciera buscar la revancha medio siglo después valiéndose de los mismos instrumentos que en esa época significaron un triunfo.
El autor es filósofo.