Me la topé de golpe en un recodo de los corredores del Teatro Nacional, esos que siguen el contorno del patio de lunetas. La saludé con espontánea sonrisa y alegría. Ella se limitó a mirar a las amigas que la acompañaban y, perpleja, dijo: “¡Qué impresionante! ¿Verdad? ¡Cómo ha cambiado!”. En su momento, era muy bella y talentosa, pero hacía décadas que no nos veíamos.
Mientras yo le regalaba mi sonrisa, ella persistía en subrayar mi metamorfosis: ya no era delgado, ni distinguido; ya no usaba bufandas de seda ni sacos de largas solapas, al estilo de la ciudad de Weimar del siglo XIX. Ya no andaba disfrazado por el mundo de Alfred de Musset: mis años de dandismo habían quedado en el desván de la memoria muchos años atrás. Lo que ella vio fue un hombre calvo, mórbidamente obeso, mal aliñado, despeinadas las pocas guedejas que quedan en mi cráneo, salidas las faldas y renco y lento el paso, producto de lesiones diversas e insidiosas.
Pero no me hizo el don de la discreción, de la piedad, de la conmiseración y, para no ir tan lejos, de la más elemental cortesía. ¡Ah, si ella supiera a qué punto, a mi vez, la juzgué marchita y agostada! Toda su plenitud física convertida en ángulos, aristas, miembros sarmentosos, arrugas aun en las arrugas… Pero tuve siquiera la misericordia, y la discreción, de disimular mi simétrico asombro-terror, y procuré reír y mostrarle la felicidad que me deparaba aquel fortuito encuentro.
El filósofo francés Emmanuel Levinas creó todo un sistema ético en el cual la mirada desempeña un papel axial, determinante. La mirada ética no debe, según el pensador, siquiera reparar en los rasgos físicos de quien tenemos enfrente. Como decía Machado: “El ojo que ves es ojo porque te ve, no porque tú lo ves”. El rostro del otro fait face, esto es, nos impone un límite ontológico, nos dice: “No cruzarás el círculo de seguridad, el lindero periférico de mi ser: hasta aquí llegas tú, y de este punto en adelante comienzo yo”.
Es una señal terminante: don't trespass! La ética de Levinas es tan radical e hiperbólica que descalifica toda mirada que tome por blanco los rasgos faciales del otro: su color de ojos, la forma de su nariz, las arrugas de su frente, la forma de sus labios. Ese otro exige, demanda respeto por el mero hecho de ser, y toda mirada cosificadora lo vacía de lo esencial humano. Es difícil poner en práctica la ética de Levinas y vivir bajo sus preceptos, especialmente en los tiempos que vivimos. Pero la idea que la sustenta es hermosa y digna de ser ensayada.
Más allá de lo físico. ¡De tantas cosas se perdió mi amiga, al reducirme a la transformación y declive físico de mi apariencia, alguna vez dotada de cierto encanto! No comprendió, por ejemplo, que mi gordura no es producto de la glotonería, sino la consecuencia de un tratamiento médico del cual depende mi vida. Y, sin proponérselo, por mera indelicadeza y falta de modales, fue cruel y antiética.
Cierto, se me ha caído el pelo. Pero la calvicie capilar no es para mí un problema. El verdadero problema comienza cuando a uno se le caen las ideas. La calvicie ideológica es infinitamente más grave que la calvicie pilosa. Y mis ideas gozan de excelente salud.
Cierto, he engordado. Pero la gordura física no es cosa que me desvele. Mil veces peor es la gordura espiritual: esos seres que, al llegar a cierta edad, dejan de estudiar, de aprender, y se dedican a vivir de la grasa intelectual acumulada en el bajo vientre del intelecto. Como los osos al hibernar, se comen a sí mismos, sin que haya ninguna renovación en sus organismos.
Cierto, mi caminar es como el movimiento pendular de un metrónomo, buena cosa para un músico. Oscilo de lado a lado: es el producto de una quebradura de cadera de larga data. Pero, durante mis mocedades, caminé demasiado, sin rumbo, sin brújula, sin sextante. Eran caminatas vagarosas y erráticas, a menudo describiendo círculos concéntricos en torno a algunas ideas obsesivas, y poco o nada fue lo que avancé. Ahora no camino más que algunos pasos al día, pero ya sé exactamente hacia donde voy y de donde vengo. Vengo de las dudas, y me encamino hacia la Verdad.
Cierto, mi atuendo ha perdido la distinción de antaño. Pero es que he transferido todo lo que en mi cuerpo podía haber de bello a mi obra: mi música y mi literatura. Y, puesto que eso es lo que de mí va a quedar —presumiendo que algo quede—, creo que mi decisión ha sido la correcta. Seré un feo que hace cosas bellas, no un guapo que hace adefesios. Le he transferido a mi obra —mi legado— todos los narcisistas cuidados que otrora le prodigué a mi vestimenta. Creo que es una buena apuesta.
Cierto, ya no me parezco a Alfred de Musset, más me asemejo al peatonal y rústico Sancho Panza. Pero adivinen qué: tampoco Alfred de Musset era Alfred de Musset las veinticuatro horas del día. Solo lo era cuando posaba para los retratistas o asistía a las fiestas de palacio. Por lo demás, era un desarrapado que frecuentaba los prostíbulos de Venecia y París, y murió sifilítico. Inmenso poeta y dramaturgo, por lo demás.
En el orden del espíritu —si no en el del dandismo— estoy más cerca de él hoy que hace treinta años. Lo que es más: lo he destituido de su rol tutelar y lo he reemplazado por Jacques Sagot, que no le va a la zaga en su sed de belleza.
Intelectualidad. Cierto, me he encogido y mi paso ha perdido la altivez de antaño. Pero eso es porque me gusta estar más cerca de la tierra, de las pequeñas y humildes criaturas que nuestros pies presurosos e indiferentes aplastan a cada momento. Porque me gusta recordarme a mí mismo que en esa tierra negra, fértil y húmeda reposaré un día entre caracoles y raíces dando al planeta mis jugos vitales para que en ellos abreve hasta la saciedad.
Cierto, ahora tengo arrugas que hacen parecer mi rostro un mapa hidrográfico, pero son los surcos labrantíos que el pensamiento burila en los rostros intelectualmente creativos. Es la mano de esa labradora incansable que es la inteligencia, que llena de estrías las frentes estudiosas. Me burlo del bótox y de todos los procedimientos quirúrgicos con que la gente se infla cual batracios prestos a reventar.
Vean las fotos de madurez de Samuel Beckett, de Bertrand Russell, de Ezra Pound: son infinitamente bellos, y lo son precisamente por cuanto han sido esculpidos por el cincel brutal del pensamiento. Revelan concentración extrema, intensísima actividad intelectual. Aplancharlos cosméticamente sería un crimen, un total despropósito.
Cierto, ofrezco al mundo mi calvicie impúdicamente. He evitado ese acto de deplorable narcisismo que consiste en raparse ante la evidencia de la pérdida de pelo progresiva. Los que, para no enfrentar tal prospecto, optan por raparse, no son capaces de asumir su calvicie, de exhibir los estragos que el tiempo sembró en su alguna vez exuberante floresta craneal. Transforman mágicamente una inevitabilidad, una inexorabilidad (me voy a quedar calvo), en un acto de volición (no es que me esté quedando calvo, es que siempre preferí andar con el cráneo rapado).
¿A quién pretenden engañar? ¿A ellos mismos? No lo creo. Transmutar una inexorabilidad en un acto libérrimamente volitivo: tal es su truco. Antes que aceptar su calvicie, optan por raparse: como el tipo que por miedo a la muerte decide suicidarse. La estratagema es tan vana como usar un peluquín: no engaña a nadie y revela una vanidad patológica y una falta de aceptación realmente trágica ante el fatum, el destino.
Mi pobre amiga, alguna vez una de las bailarinas más bellas de Costa Rica, cree que ha eludido los años, uno tras otro, con sus donosas verónicas de torero. Carece de la capacidad de autolectura, de autocontemplación, de autoexégesis. Posiblemente sigue tomándose a sí misma por la Victoria de Samotracia. No la saquemos de su delirio. Todos tenemos derecho de soñar. Como decía Nietzsche, “no conviene privar a la persona mediocre de la mentira, pues sin ella sería incapaz de vivir”. Es una cuestión de piedad y de misericordia.
El autor es pianista y escritor.