Cuando Carlos Alvarado dejó de mirarse al espejo para preguntarse si era él, en verdad, quien había sido elegido presidente —ni siquiera quienes habíamos votado por él podíamos creerlo—, comenzó a pensar en la integración de una estructura de gobierno.
Con solo diez diputados, los candidatos a ministros y demás altos funcionarios no los hallaría en su partido, como naturalmente sucede en una elección democrática normal.
La lógica del sistema representativo es que gobierna la organización política vencedora, y con la filosofía y los principios de esa organización o partido.
Tal lógica era imposible para Carlos Alvarado por ser su elección la más ilógica de las elecciones, es decir, la inimaginable.
Un presidente elegido no porque se votó a su favor, sino en contra del otro candidato. En otras palabras: elegido por voto negativo.
¿Qué hacer? Posiblemente a él y a algunos consejeros se les ocurrió integrar un gobierno de unidad nacional, algo ideal y bonito. Pero no lo es. Sencillamente porque es el único gobierno que no puede gobernar. Así de claro y contundente.
Un gabinete integrado por representantes de todo el espectro ideológico de las orientaciones políticas y de las malas prácticas de la tradición histórica nacional solo conduce al bochinche político.
Imagino el primer día en el Consejo de Gobierno: caras amargas, unos frente a otros, mirándose a los ojos y preguntándose qué estaba haciendo ese señor ahí.
Distintas posiciones. Así, comenzó la pelea, desde el primer día. Pasó un tiempito y, luego, cada cual dijo lo que creyó procedente: los socialistas como socialistas, los liberales como liberales, los democristianos como democristianos —aunque no representaran la fuerte corriente calderonista— y, finalmente, quienes no tenían ideología alguna, pero se integraron en el amplio campo del oportunismo, enfermiza actitud que va ganando un destacado lugar en la ciencia política moderna.
El único que rehusó participar en ese gobierno fue el Partido Liberación Nacional porque sus dirigentes, con inteligencia política destacable, rechazaron la casi desesperada invitación oficial.
No porque no desearan ayudar al país, sino por la convicción democrática del gobernar aplicando los principios orientadores del partido triunfador, rectificando así alguna vieja e inconveniente práctica.
Pero Liberación Nacional ofreció colaborar desde la oposición, y esa actitud la mantiene hasta el momento. Ayudar no es integrarse a un partido con el cual se tienen grandes y reconocidas diferencias.
Un gobierno de unidad nacional guarda parentesco con lo que en una etapa histórica en el mundo se llamó la constitución mixta.
Hubo grandes discusiones entre filósofos y políticos, quienes admitieron, en consecuencia, el derecho del pueblo de gobernar; no obstante, al mismo tiempo, señalaron su incapacidad para hacerlo.
Constitución mixta. Para resolver el punto muerto al cual llegaron, nació la teoría de la constitución mixta. Pensando en el principio de que todo gobierno aislado lleva al exceso y provoca la reacción (ya que la monarquía invita al despotismo, la aristocracia se convierte en oligarquía y la democracia se transforma en la supremacía del número), resolvieron suprimir el proceso natural de la autodestrucción, y se unieron los tres y aceptaron limitaciones en sus derechos y poderes.
Pero esta armonía era una quimera. Fue entonces cuando uno de los grandes pensadores, el más sabio, enterró el proyecto al declarar que “una constitución mixta, a pesar de ser admirable en teoría, era imposible de establecer e imposible de mantener”.
De esta forma, nuestro gobierno de unidad nacional, admirable en teoría desde su inicio, era imposible de mantener.
En derecho, se dice que nadie está obligado a lo imposible, sentencia que, trasladada a lo político, podríamos agregarle: y menos el gobernante.
Campo de batalla. Al día siguiente de las elecciones, a Carlos Alvarado se le obligó a lo imposible: gobernar. Con su propuesta, convirtió la casa de gobierno en un campo de batalla y, gracias a cierta habilidad, simpatía y paciencia, ha logrado sobrevivir con pena, pero sin gloria.
La situación llegó al rojo vivo cuando nombró ministro de Hacienda a un exfuncionario de alto rango del Fondo Monetario Internacional (FMI). De los muchos errores cometidos, el más grave de todos.
Es público y notorio, y denunciado por buenos comentaristas de prensa, escritores, políticos, partidos políticos democráticos y hasta gobernantes, que el FMI ha sido una institución internacional que, en vez de ayudar a los países pobres, se dedica a torcer el brazo a sus gobernantes con el fin de que paguen puntualmente sus deudas.
Dicho de otro modo: lo importante es pagar, aun cuando deban suprimirse políticas sociales porque estas restan fondos a los pagos.
“La globalización existe, dice el economista Joseph E. Stiglitz, pero hay que democratizarla. Las decisiones en los organismos internacionales de crédito deben adaptarse con plena participación de todos los pueblos del mundo. Nuestro sistema de gobierno (la democracia) solo puede funcionar si se acepta el multilateralismo. Por desgracia, se ha extendido el unilateralismo en el gobierno del país más rico y poderoso de la tierra. Si queremos que la globalización funcione, eso debe cambiar”.
Claro, pero, como el sabio, debo comentar: admirable en teoría, ideal y bonito, pero imposible de establecer e imposible de mantener.
El dinero es como la miel, el que descubra cómo exterminar las moscas tal vez pueda dar la solución adecuada. Mientras tanto, las manos de los pobres continuarán abiertas.
El autor es abogado.