«No hay mal que por bien no venga» es uno de esos refranes que consuelan tanto como mienten, presuponiendo un orden cósmico bondadoso de cuanto acontece.
Sí creo, sin embargo, en uno que suena similar, pero que es radicalmente distinto, y es el de que todo infortunio esconde alguna ventaja. Sobre todo porque, a diferencia del primero, pone al ser humano en el papel activo, a cargo de determinar si de la desgracia extrae, con esfuerzo porque está escondida, alguna ventaja.
Hagámoslo y aprovechemos la tragedia de la pandemia para aprender algo útil en un campo, más que útil, decisivo en el mundo actual: el de la comunicación política. Tres lecciones pandémicas de comunicación política.
1) La emergencia sanitaria puso de relieve, con brutal contundencia, lo que muchos de quienes nos encargamos de esto decimos, aunque casi nadie nos haga caso: la comunicación institucional o de gobierno es parte sustancial de la gestión de gobierno.
No es «el postre» que se hace si sobran tiempo y recursos luego de gestionar los procesos a cargo. Comunicar es gestionar. No es el cuento de la gestión. Comunicar es gobernar, no es la invención y difusión de una narrativa o relato del gobierno. No existe eso de «gobernamos bien, pero comunicamos mal». Si comunica mal, gobierna mal, porque su ininteligible actuar es, entonces, hecho de espaldas al soberano, al que debería incluir y rendir cuentas.
Así como se necesita que la población comprenda la gravedad del virus y cómo protegerse de él, se necesita que comprenda, por ejemplo, cómo es el proceso electoral y cómo ejercer sus derechos políticos.
No se necesita para que mejoren la percepción y valoraciones en la opinión pública. Se necesita para que los procesos funcionen, para que el virus no se propague, para que la democracia no sucumba. La comunicación institucional en democracia tiene como fin habilitar a los ciudadanos para ejercer su ciudadanía, para ser cogestores de los asuntos públicos.
La comunicación institucional no es ni propaganda a favor de la imagen de un jerarca (aunque la credibilidad sea un activo básico que debe cuidarse) ni es transparentar a la administración pública (aunque deba garantizarse la publicidad de la información para que sea accesible a la ciudadanía).
Esto último lo digo porque el discurso de la transparencia se ha convertido en la excusa perfecta para no hacer comunicación institucional: volcar todos los datos en un sitio web bajo la ingenua creencia de que las personas van a llegar a buscarlos o van a llegarles de forma no distorsionada. No, los datos hay que darlos, pero, además, cada institución es responsable de comunicar, de hacer que se comprenda lo que está haciendo y por qué lo está haciendo.
2) La pandemia nos ha provisto de evidencias que abonan a la tesis de que el fenómeno de la posverdad tiene una importante dimensión lúdica. Lo digo porque, en un principio, la covid-19 incentivó la búsqueda de información veraz.
Así, el pulso entre los deseos contrapuestos de, por un lado, tener la razón y de, por el otro, conocer la verdad pareciera ser ganado por el segundo impulso, el «adulto», cuando de ello lo que depende no es quedar como el más inteligente, sino algo tan serio como la vida y la muerte.
Del mismo modo, en el pulso entre el deseo por dar la primicia a familiares y conocidos de la información impactante y el deseo eventualmente contrapuesto de no causar un daño a otros con una ligereza de nuestra parte, prevalece el segundo impulso cuanto más grave sea ese daño y se tenga consciencia de ello.
Con la pandemia aumentó la búsqueda de información de fuentes confiables, reconocidas. Manlio de Domenico lo evidenció para Twitter. Sencillamente, el temor al contagio alteró el comportamiento. Sobre Facebook tenemos información coincidente. Ranjan Subramanian es el autor de un informe interno de la compañía que se habría filtrado y del que informó el New York Times: la empresa podía predecir adónde iba a llegar el virus siguiendo el movimiento de las búsquedas de sus usuarios hacia sitios web más fiables.
De modo que se acreditó un aumento espectacular en la audiencia y lectura de los medios tradicionales (y del periodismo profesional) y una caída en la visitación de los sitios poco rigurosos o claramente dedicados a la difusión de noticias falsas.
Mi hipótesis es que, en parte, nos permitimos creer y compartir mentiras porque pensamos que, en el fondo, no es tan importante. Porque lo vemos como parte del entretenimiento en las redes sociales. Pero cuando algo es serio, o nos lo tomamos en serio, somos más selectivos en el consumo y en la reproducción de información.
3) La proliferación de noticias falsas sobre la covid-19 confirma el peso de lo político-identitario en el fenómeno de la posverdad. Esto porque, pese a ese comportamiento inicial de regreso del público al periodismo profesional y a las fuentes confiables, y de abandono de los sitios web dudosos, enfrentamos ahora una auténtica pandemia de desinformación.
Un estudio publicado recientemente por la American Journal of Tropical Medicine and Hygiene constata una infodemia (término acuñado por la OMS) de cuando menos 2.311 noticias falsas que han causado miles de muertes, ceguera, hospitalizaciones y actos de violencia contra poblaciones estigmatizadas en relación con el virus. Todo propagado a velocidad de vértigo en Twitter y Facebook.
Idiotizados. ¿Qué ocurrió? ¿Cómo se pasó del primer escenario tan alentador al actual? Mi hipótesis es que la pandemia se politizó. Se politizó todo: las medidas sanitarias para controlarla, los datos sobre su evolución y hasta la naturaleza e incluso existencia del virus mismo.
Ya investigaciones de Dan Kahan y Steven Pinker, entre otros autores, ponen de relieve lo que le hacen las pasiones políticas y las sensibilidades identitarias a nuestro raciocinio: nos idiotizan.
Tras pruebas de conocimiento científico y test de destrezas matemáticas a personas conservadoras y liberales, votantes republicanos y demócratas, no se acreditó mayor inteligencia ni formación en unos que en otros.
Puestos a valorar un paper sobre la efectividad de una crema cutánea, llegaron a básicamente las mismas conclusiones. Pero cuando el estudio por evaluar fue sobre el control de armas de fuego, aparecieron todos los sesgos cognitivos (¡en ambos grupos!). Igual pasa con el cambio climático: los negacionistas no obtuvieron peores calificaciones en las evaluaciones de cultura científica que quienes sí reconocen el problema.
Sencillamente, hay creencias que se convierten en señales de identidad o declaraciones de lealtad política a distintos grupos y eso calcifica y hostiliza los posicionamientos. Si un tema cualquiera (piénsese, por ejemplo, en la educación sexual en Costa Rica) cae en (o es arrastrado hacia) esas coordenadas, la valoración racional en la esfera pública enfrentará el ruido de la polarización, lo que dificultará los acuerdos al respecto y lo convertirá en terreno propicio para las guerras de desinformación.
Buenas razones para esforzarnos por comunicar mejor, para tomarnos más en serio nuestra responsabilidad como consumidores y difusores de información, y para procurar, hasta donde sea posible, que los temas no se conviertan en objeto de debate partidario.
El autor es abogado.