NUEVA YORK– Los asesinatos son por definición significativos porque involucran que se mate deliberadamente a una persona prominente con fines políticos. Pero no todos los asesinatos constituyen puntos de inflexión.
La Primera Guerra Mundial, por ejemplo, probablemente habría ocurrido incluso si no se hubiese asesinado al archiduque Francisco Fernando.
El escenario ya estaba listo para lo que se iría a convertir en la Gran Guerra, y cualquier otra situación hubiese proporcionado la chispa inicial.
Tampoco es indiscutible que el asesinato del presidente estadounidense John F. Kennedy, por muy significativo que fue, hubiese sido un punto de inflexión histórico.
Algunos dicen que, de haber vivido, él habría limitado la participación de Estados Unidos en Vietnam, una guerra que en manos de sus sucesores a la larga cobró la vida de aproximadamente 58.000 estadounidenses.
Obviamente, no hay forma de saberlo con convicción. Lo que sí puede decirse con cierto grado de certeza, sin embargo, es que el sistema político estadounidense fue lo suficientemente sólido como para que el direccionamiento general tanto de la política interna como de la política exterior no dependiera de una sola persona.
En cambio, puede decirse casi con total certeza que el asesinato del primer ministro israelí Isaac Rabin, perpetrado por un extremista judío de derecha hace 25 años, fue un punto de inflexión en Oriente Próximo.
La razón está clara: Rabin bien pudo haber sido el único líder israelí de su generación dispuesto y capaz de lograr la paz con los palestinos, que viven bajo la ocupación israelí.
Vio la necesidad de comprometerse y fue lo suficientemente fuerte como para correr riesgos calculados y persuadir a la mayoría de los israelíes de que era prudente hacerlo.
Por el contrario, el rival y sucesor de Rabin, Shimon Peres, si bien tuvo el deseo de lograr la paz, fue su propio entusiasmo el que socavó su capacidad para unir a los israelíes escépticos y ganar su respaldo.
La renuencia de Rabin resultó ser de un valor inestimable. Además, varios primeros ministros israelíes posteriores, incluido el actual titular, Benjamín Netanyahu, tuvieron las credenciales de línea dura para llegar a un acuerdo con los palestinos, de manera similar a la forma en la que el anticomunista Richard Nixon pudo mediar el avance significativo de Estados Unidos con respecto a China hace medio siglo.
Pero, a diferencia de Nixon, todos carecieron del deseo de hacerlo en términos que hubiesen tenido alguna posibilidad de ser aceptados.
Esto no quiere decir que Rabin habría tenido éxito, si hubiera vivido. Se necesitan dos para lograr la paz. La buena suerte tanto de Nelson Mandela como de Sudáfrica fue que el presidente Frederik Willem de Klerk fue un interlocutor que estaba dispuesto a poner fin al apartheid.
La paz requiere de líderes que estén dispuestos y sean capaces de llegar a acuerdos y sostener sus compromisos. Y, en ese punto, no es irrefutable decir que Rabin hubiese tenido en Yaser Arafat a un interlocutor viable, a pesar de que es instructivo saber que Rabin, en última instancia, consideró que valía la pena ir tras la consecución de la paz, porque creyó que únicamente Arafat poseía la autoridad para alcanzar un acuerdo.
Lo que también hizo de Rabin un líder excepcional fue su apertura al cambio. En su calidad de ministro de Defensa de Israel de 1984 a 1990, impuso duras medidas a los palestinos que vivían en los territorios ocupados por Israel y reprimió las protestas violentas.
En aquel momento, yo trabajaba en la Casa Blanca en asuntos relativos al Medio Próximo. Cuando cuestioné a Rabin sobre cuán sabio era decir que Israel rompería los huesos de los manifestantes, él respondió: “¿Qué quiere que hagamos? ¿Quiere que los matemos?".
Con el transcurso del tiempo, no obstante, Rabin llegó a la conclusión de que la fuerza por sí sola no tendría éxito.
Llegó también a ver a los incentivos políticos y económicos como esenciales. Y, en su segundo mandato como primer ministro, aceptó a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) como interlocutor en las negociaciones a pesar de su historial de terrorismo, y aprobó los Acuerdos de Oslo de 1993 y 1995 que establecieron una ruta trazada para lograr una autonomía política cada vez mayor para los palestinos.
Como sabemos, los Acuerdos de Oslo nunca fueron plenamente implementados. Rabin fue asesinado, los intentos posteriores de negociar la paz fracasaron, Arafat murió y no se materializó un Estado palestino.
Para Rabin, mantener el orden fue una necesidad legal y política, pero también fue un imperativo moral con el propósito de minimizar la pérdida de vidas. Para Rabin, el uso de la fuerza no letal fue el enfoque correcto.
Todo esto es relevante ahora, dado el reciente avance diplomático entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos y Baréin (y Sudán hace poco).
Los gobiernos árabes, motivados por la amenaza de Irán y el deseo de acceder a la tecnología israelí y a las armas estadounidenses, han decidido no permitir que el problema palestino no resuelto se interponga entre ellos y la normalización de relaciones con Israel. Con el tiempo, otros Estados árabes finalmente harán lo mismo.
La reacción palestina ha sido igual de predecible y decepcionante. La mayoría de los palestinos siguen sin estar dispuestos a aceptar que el camino hacia un Estado propio no depende de la Liga Árabe o de las Naciones Unidas o, incluso, de Washington D. C., sino más bien este camino son las conversaciones directas con Israel.
A medida que los asentamientos israelíes en la Cisjordania ocupada continúan expandiéndose, el tiempo se está acabando.
El gobierno de Israel ha acordado posponer la anexión de partes importantes de Cisjordania por solo tres años. La interrogante es si la próxima generación de líderes palestinos estará dispuesta y será capaz de comprometerse a favor de la paz, como Rabin lo estuvo en su momento.
Pero los israelíes también harían bien en aprender de Rabin. Él creía que Israel debía seguir siendo a la vez judío y democrático, y entendía que esto requiere de dos Estados separados.
Las únicas alternativas son: convertir a los palestinos en ciudadanos de Israel (acabando de esta forma con el carácter judío de Israel) o negar a los palestinos el derecho de voto (acabando de esta forma con el carácter democrático de Israel).
Por motivos fundamentados, Rabin rechazó ambas alternativas. No habría mejor manera de honrar su legado que reviviendo un proceso diplomático que conduzca a la creación de dos Estados separados que vivan uno al lado del otro en paz.
Richard Haass: es presidente del Council on Foreign Relations y autor de “The World: A Brief Introduction” (Penguin Press, 2020).
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