El Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) acaba de publicar los resultados de la Encuesta Continua de Empleo (ECE), cuyos datos corresponden al período de julio a setiembre del presente año, y el panorama no es nada alentador.
Por cuarto trimestre consecutivo, el desempleo excedió el 11 %. Para mayor inri, en los nueve años de efectuarse la ECE, la tasa de desempleo abierto ha promediado un escalofriante 9,8 %. Durante 37 trimestres consecutivos, ha estado por encima del 8,3 %.
Si bien esas cifras deben ser analizadas con pinzas, no podemos sino concluir que la situación del empleo en Costa Rica es poco menos que catastrófica. Desde mediados del año pasado, la tasa neta de participación —el porcentaje que representa la fuerza laboral entre la población en edad de trabajar— ha crecido de manera significativa.
En otras palabras: más gente está optando por buscar un trabajo que en el pasado. De hecho, la tasa neta de participación rondó el 59 % de la fuerza laboral en el 2017 y se ha mantenido en el orden del 62 % en el último año y medio.
El aumento del porcentaje podría verse como una buena noticia. Cuanta mayor participación en la fuerza laboral, menos dependientes por cada trabajador habrá. En el agregado, la producción del país podría crecer.
Todo ello, por supuesto, si quienes se unen a la fuerza laboral encuentran trabajo. Pero allí, precisamente, radica el problema: si bien la tasa de ocupación —el porcentaje de la población ocupada entre la población en edad de trabajar— también ha crecido, lo ha hecho a un ritmo menor que la tasa de participación, lo cual indica que la economía no puede absorber la mano de obra adicional.
No todo lo que brilla es oro. Lo anterior no sorprende, a la luz del pobre desempeño de la economía y su parco crecimiento en los últimos tiempos.
La explicación a este fenómeno podría ser que “el dinero ya no alcanza”, por lo que más miembros de cada familia deben salir a buscar una fuente de ingresos adicional. La necesidad —más personas buscando empleo en una economía ralentizada— explica por qué la tasa de desempleo, ya de por sí alta durante la última década, se ha disparado en los últimos cuatro trimestres y llega a promediar el 11,6 %.
Poniéndole rostro humano a las frías cifras, si bien la fuerza laboral creció en 240.629 personas entre el último trimestre del 2017 y el tercero del 2019, la población ocupada creció en tan solo 166.973 almas. Casi 74.000 personas más para el “ejército de los desempleados”.
No hace falta escarbar mucho para descubrir más noticias malas bajo la superficie. Los subempleados —personas que trabajan menos horas de las que desean o lo hacen en un nivel de calificación inferior al que poseen— representaron un 11,6 % de la población ocupada en el último trimestre. En el 2017, el subempleo promedió el 8,1 % de los ocupados; en lo que va del 2019, ese promedio subió al 10,1 %.
Tampoco debemos olvidar a los desalentados, quienes teniendo interés y disponibilidad para trabajar se han cansado de buscar empleo o han desistido por falta de dinero u otros motivos. Técnicamente, no forman parte de la fuerza laboral porque, por definición, esta solo incluye a quienes tienen trabajo o están activamente buscando uno.
Al sumar los desempleados, los desalentados y los subempleados, observamos que 572.576 personas tienen lo que podríamos denominar problemas de empleo, es decir, la cuarta parte de la fuerza laboral, aun si la ajustamos para incluir a los desalentados. Casi uno de cada cuatro costarricenses dispuestos a trabajar no tiene empleo o labora menos horas de las que desea o necesita.
Estancamiento salarial. Este cálculo no incluye a quienes, teniendo trabajo, desean cambiar, que es otro tipo de problema, aunque menos grave que no tener trabajo del todo o estar subempleado. Sin embargo, la suma de los desempleados más los que desean cambiar de empresa nos da una idea de la presión que ejercen los oferentes de trabajo en el mercado laboral. A esto se le llama tasa de presión general, y, en Costa Rica, ha venido creciendo más rápidamente que la de desempleo, lo cual indica que cada vez hay más personas deseosas de cambiar de trabajo y no lo logran.
La tasa de presión general pasó de promediar un 15,6 % de la fuerza laboral en el 2017 a un 20,3 % en lo que va del 2019. Siguiendo la ley de la oferta y la demanda, esta es una de las razones para el estancamiento de los salarios, además del poco crecimiento de la productividad.
Si bien es normal que en un momento dado haya trabajadores buscando cambiar de empleo, el crecimiento de dicha tasa es un indicativo de que cada día les está costando más conseguir el cambio.
Tal imposibilidad es producto de un mercado laboral que no crea las suficientes oportunidades para absorber el crecimiento de la fuerza laboral y la normal rotación de los empleados.
Informalidad galopante. Nada de lo anterior, sin embargo, contempla otra gran calamidad del empleo en nuestro país: de los afortunados que tienen trabajo, el 46,3 % están en la informalidad. Significa que no tienen cobertura del seguro de salud, laboran en una empresa no formalmente inscrita o lo hacen por cuenta propia sin cotizar, o alguna combinación de estos factores.
Como regla general, el trabajador informal no tiene pleno disfrute de derechos como vacaciones, aguinaldo, salario mínimo, jornada máxima, etc.
Sería un error considerar al trabajador informal un evasor; en la mayoría de los casos es una persona que se afana para ganarse la vida y debe escoger entre pagar impuestos y cargas sociales, o poner comida en los platos de sus hijos.
La gente no trabaja en la informalidad por gusto. Lo hace por necesidad, porque el instinto de supervivencia es más fuerte que los mil obstáculos impuestos por el sistema.
Podemos hablar de los altísimos costos de la seguridad social, de la actitud persecutoria de los funcionarios de la Caja Costarricense de Seguro Social contra quienes desean formalizarse; de la rigidez y desfase de un código laboral septuagenario, que no contempla ninguna de las modalidades de contratación que rigen en la era de la Internet, la inteligencia artificial, la automatización y la robotización; de la baja calidad y pertinencia de la educación; o de la altísima proporción de las utilidades que las empresas deben destinar al pago de impuestos y cargas sociales, pero esos son temas para otros artículos.
Los rezagados. Alarmantes como son las cifras de empleo, subempleo e informalidad, los promedios esconden aún mayores tragedias: la de las mujeres, la de los jóvenes, la de los trabajadores no calificados, la de las regiones periféricas.
Para muestra, un botón: el desempleo afecta al 15,4 % de las mujeres (casi el doble que a los hombres), apenas la mitad de las mujeres participan en la fuerza laboral (50,4 % contra 73,1 % de los hombres) y tan solo el 42,6 % de las que tienen edad para trabajar tienen una plaza.
El desempleo se ha mantenido excesivamente elevado durante más de una década, el subempleo se eleva y el empleo informal alcanza niveles obscenos, afectando en mayor proporción a las poblaciones rurales, a las personas con menos grados de escolaridad, a los jóvenes y a las mujeres. Sorprendentemente, ningún gobierno ha decretado una emergencia nacional para atacar el problema.
Urge la reactivación económica y, sobre todo, que en Zapote comprendan que no basta con que las empresas en zona franca contraten unos cuantos centenares o pocos miles de trabajadores más. El grueso de los desempleados no está calificado para ese tipo de labores.
El autor es economista.