Página quince: La partida de Orlando

Quiero que todos sepan que un costarricense hizo lo imposible para hacer de Costa Rica un mejor país.

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Era magnífica, como siempre, la basílica de San Pedro en Roma, toda iluminada y llena de parejas deseosas de casarse por la Iglesia.

Muchas de esas personas habían convivido varios años, pero lo que importaba en ese momento era estar ahí para jurarse amor delante de Dios, en presencia del papa.

Y no es que el papa fuera lo más significativo, sino su amor delante de Dios, pero también vivimos de símbolos y nos gozamos en ellos.

Por esas cosas de la vida, estaba con amigos en esa misa; era difícil estar, la celebración estaba reservada para los contrayentes, sus padrinos y sus familiares.

Pero, como en todo, uno de los frailes de mi orden, que vive en la ciudad vaticana —los franciscanos conventuales somos los confesores oficiales en la basílica— nos hizo el “favor” de pasarnos por la pequeña puerta donde solo unos pocos contados entran (y no porque sea pecado, sino porque es exclusiva para los servidores de ese templo).

No me importó usar influencias porque el sueño de mis amigos no era ni siquiera estrechar las manos del papa, sino solo estar ahí en una de esas misas que solo se ven en la televisión.

Agradable sorpresa. En efecto, nada de encuentros personales con el pontífice, éramos pueblo de Dios junto con el sucesor de san Pedro (de largo).

Nada extraordinario pasaba en la misa hasta que noté algo en Orlando: me sorprendió cuando respondía y cantaba en latín. Lo hacía de memoria porque había sido monaguillo antes del concilio y se acordaba de todo.

Ese día se cantaba la Misa de angelis, una melodía gregoriana muy conocida —lástima que no tanto en nuestro país—.

Esos cantos dan una solemnidad enorme a la celebración y se usan en las grandes fiestas. Ese día era ciertamente de fiesta, no solo por lo que se celebraba, sino también porque estaba allí con mis amigos, cumplían uno de esos aniversarios de sus bodas que hay que festejar, aunque la fecha no correspondía.

El 30 de mayo de este año festejábamos la vigilia de Pentecostés. Me hallaba en nuestra basílica de los Santos Apóstoles, en Roma, con mis hermanos de comunidad y el clero del sector central de la diócesis (pocos laicos y religiosas por el virus que nos tiene aislados).

El fraile encargado de la música escogió la Misa de angelis y no pude dejar de pensar en Orlando y en nuestra experiencia en San Pedro.

Sabía que estaba enfermo y trataba de seguir el progreso de su convalecencia en la medida de mis posibilidades. Soñaba, durante la misa, que podría asociarme a otro fraile —con mejor voz que la mía— y celebrar junto a él y su familia esa misa cuando volviera a la patria.

El adiós. Al día siguiente me llegó la noticia de su muerte en un mensaje de su hijo menor. A la distancia, la pérdida de una persona querida adquiere proporciones diversas a las normales.

Ya lo he experimentado muchas veces. No es nada lindo, se suscitan muchos pensamientos y emociones encontradas.

Ahora, empero, después de algunos días de su partida, podemos volver con más tranquilidad a contemplar su legado. No era, pero sí lo era, un costarricense normal.

No lo era porque fue uno de los ingenieros pioneros de la Costa Rica que disfrutamos, no buscaba la fama y de seguro mucha gente no lo habría tomado como una persona notoria en las noticias. Pero quienes lo conocimos sabemos quién fue.

Inteligente, de carácter fuerte, afectuoso, soñador, emprendedor, simple y humilde, aunque a veces orgulloso. Había tenido un hermano cura, al cual no conocí, pero dicen que era un santo (sobre todo los curas, y eso es mucho decir, porque es cierto si tantos difidentes lo admiten).

Era lindo oír a Orlando hablar de su hermano, como cuando lo encontraba rezando de rodillas y él volvía de tomar “algo” en el bar, mientras el cura misionero pasaba unos días de vacaciones con su familia.

Tanta humildad y reconocimiento de su limitación como persona solo se comparan con lo que él contaba de ese hermano, al que llamaba mae con una normalidad que solo las personas llenas de Dios tienen.

Hombre devoto. A Orlando Quirós le gustaban las misas cortas, tal vez por eso no apreciaba tanto las mías, que duraban los domingos casi una hora.

Le habría gustado, sin embargo, más profundidad en las homilías, algo totalmente respaldado por el derecho canónico, pero no siempre vivenciado y exigido por los fieles, y que seguramente no apasione a los sacerdotes de nuestra Iglesia en estos tiempos.

Me acuerdo bien del primer día que estuve en su casa. Me hacían preguntas, alguna recayó sobre el texto bíblico y yo contesté lo que se me pedía.

Orlando comentó que nunca había oído hablar así de la Biblia, ni siquiera a su hermano. Le dije que yo era especialista en esa materia y por eso hablaba raro.

Nunca más quiso asistir a mis explicaciones: en sentido formal, porque le gustaba entender el mundo y cómo funcionaba, y me hacía preguntas casi a “escondidas”, especialmente a espaldas de su esposa, que conocía su corazón muy bien. Pero no importaba porque nos queríamos y sabíamos hacia dónde íbamos: a los otros y, a través de ellos, a Dios. Por eso, con él siempre me sentía en casa. Y, en eso, era un gran costarricense.

¡Cuánto no hablamos! ¡Cuánto no fuimos cómplices de ideas inauditas o de sentimientos encontrados!

Cuando vino a Roma, se cansó de caminar con los suyos y conmigo. No quería subir al Palatino porque estaba muerto de cansancio, lo convencí solo porque sabía que admiraría la labor de ingeniería de los antiguos romanos, y yo tenía razón.

Sus expresiones de sorpresa y de admiración a la belleza que veíamos, seguida de todas las explicaciones de las proporciones de los arcos en relación con la dureza de los materiales y las fuerzas que estaban involucradas en esas construcciones, fueron casi evangelio para mí.

Me encantaba que hablara “a lo tico”, que me tratara como amigo y “autoridad eclesiástica” cuando se trataba de aclarar algo crucial para la vida; me fascinaba que me hablara de sus sentimientos y de sus sueños, que me ofreciera carne asada y una cerveza fría, o chicharrones o su guacamole.

¡Me hará mucha falta como tantos amigos que me dieron la oportunidad de ser yo mismo junto con ellos!

¿Por qué escribo hoy de él? Quiero que todos sepan que un costarricense hizo lo imposible para hacer de Costa Rica un mejor país.

Y quiero que sepan que era un ser humano como cualquiera, pero especial. Fue incluso capaz de superar sus estereotipos culturales más profundos e irracionales para abrirse a un mundo nuevo que tal vez no comprendía tanto, pero necesitaba de su amor, y así se arriesgó a abrir la mente.

Lo imagino en el comedor de su casa haciendo alguna cosa para alegrar a su gente amada. Lo veo abriendo el refrigerador y haciendo planes, recordando obras que todavía son hitos en nuestra vida nacional, pero que para él eran solo anécdotas de una historia trazada.

Lo imagino fulgurado en una cancha de fútbol cuando joven y amando a su esposa con una fuerza inimaginable.

Orlando nunca conoció a mi papá. Cuando nos encontramos por primera vez, mi progenitor había muerto hacía muchísimo tiempo, aunque los dos se conocieron por motivos laborales.

Dos hombres importantes para lo que somos hoy como patria y optaron por el camino de Jesús: el silencio de la bondad y ser padres de familia como su principal pasión.

Te extrañaremos, Orlando, como extrañamos a tantos que han hecho nuestra vida mejor.

frayvictor@gmail.com

El autor es franciscano conventual.