Cualquiera que sea el resultado del impeachment, incoar el proceso era un acto ineludible para los congresistas del partido demócrata porque, de todas las faltas que puede cometer el presidente de una nación democrática —quizá con la única excepción de la traición—, la más grave es minar ese sistema político.
La gravedad de muchas acciones del presidente Trump saltan a la vista, pero haber utilizado su poder para influenciar a un aliado débil con el fin de beneficiarse personal y electoralmente, y haber obstruido la investigación del Congreso sobre estos hechos, ataca de manera directa la esencia de la democracia.
Recoge la historia que el conflicto que más frecuentemente, y en mayor grado, socava la democracia es el que viola flagrantemente la separación de los poderes, especialmente entre el ejecutivo y el Congreso.
Si el partido demócrata hubiera soslayado esa responsabilidad, habría cohonestado la conducta abiertamente antidemocrática del presidente de su nación.
Es obvio que los congresistas del partido demócrata tienen claros los riesgos y daños que puede producir esta acción, pero hay momentos en la historia de las naciones cuando el silencio y la inacción terminan ocasionando un daño mucho mayor.
Dos realidades. Casi como una ley física, las personas que pertenecen a las facciones políticas tienden a privilegiar el interés de su agrupación por encima del interés colectivo.
La historia humana está plagada de ejemplos que confirman esta regla, y la conducta de los parlamentos de la actualidad corrobora diariamente esta realidad.
Las fronteras partidarias suelen ser más duras que un muro de granito. El caso del impeachment, que tiene en vilo a los Estados Unidos, vuelve a mostrar de manera contundente esta verdad: la división partidaria sobre este importantísimo hecho es, a la fecha, total.
Los congresistas demócratas ven una realidad y los republicanos, otra. Los hechos que todos tienen frente a sus ojos son los mismos, pero la interpretación de esos hechos es radicalmente distinta.
Los fundadores de la nación estadounidense tenían bastante claro que la democracia es el mejor sistema para controlar o aminorar el abuso y la corrupción del poder, en parte porque permite que “la ambición contrarreste la ambición”, como escribió Hamilton con especial lucidez en 1788.
Una versión prosaica de esa frase, utilizada con frecuencia en esos años, expresa que “los diablos controlan a los diablos”.
Cada facción política (económica, social o religiosa) es benigna con sus propias faltas y dura con las de sus adversarios. Pero de esa debilidad de la naturaleza humana y de la naturaleza del poder, la sociedad obtiene un neto beneficio: el control cruzado que dificulta la conducta impropia o criminal de los gobernantes.
Control democrático. Donald Trump ha mostrado hasta la saciedad tener una personalidad atrabiliaria que no conoce límites. Dijo Aristóteles hace algunos años que solo es capaz de gobernar quien es capaz de obedecer.
Si el brillante estagirita viviera hoy entre nosotros, pondría al presidente estadounidense como el mejor ejemplo de la validez de su afirmación.
Personas como Trump solo pueden contener sus potentes y dañinos impulsos si se ven enfrentados a los mecanismos que provee la democracia: imperio de la ley, separación de poderes, sólido régimen de opinión pública, etc.
El impeachment, cualquiera que sea el resultado de este y de las elecciones de noviembre, lo obliga a reducir un comportamiento que, obviamente, desprecia las formas y los contenidos de la vida democrática.
Si lo vuelven a pillar en un acto similar, volverán a incoarle un nuevo impeachment, y será más difícil para los congresistas y senadores republicanos, y para algunos votantes de ese partido, cerrar la conciencia y los ojos.
El autor es analista político.