Pocas cosas me resultan tan desconcertantes como ver la manera en que la propia mujer excluye al hombre del discurso feminista. Y no porque esté convencida de que la batalla deba exclusivamente ser librada desde ella, no. Excluye al hombre por una pueril necesidad de monopolio temático, de territorialidad sobre sus causas.
Siente que le “roban” el discurso. Con lo cual concluyo que, más que el éxito de las causas que defienden, a las mujeres les importa detentar el monopolio temático sobre ellas mismas. Preferirían perder la batalla solas, que ganarla con la colaboración del hombre.
En el fondo, se trata de una reacción tan primaria, tan infantil, que por poco mueve a ternura. Se sienten “desposeídas” o “invadidas” temáticamente. Un paso más, y entran en la paranoia: un hombre que enarbolara sus estandartes solo podría ser un “infiltrado”, un “espía” al servicio del sistema opresor, y merecedor de doble suspicacia, de ostracismo total.
También suele suceder que interpreten el gesto del hombre que apoya su gestión como una retorcida manifestación más del viejo patriarcalismo, que asume ahora un tono condescending, irritantemente paternal. Caen en la situación absurda de preocuparse más por detentar la territorialidad sobre su temario, que de verlo triunfar efectivamente.
¿Hay un lugar para el hombre en el discurso feminista? Por supuesto. Será el que yo quiera asignarme, pésele a quien le pese. No necesito su legitimación, su permiso, su bendición para sumarme a una lucha que —en mi sentir— no podrá jamás ser ganada desde el maniqueísmo opresor-oprimida, y de manera heroicamente solitaria y unilateral, sino que requiere la colaboración del hombre.
Si en este mundo aberrante a los hombres les ha tocado hacer las veces de carceleros y a las mujeres de encarceladas, es evidente que la revolución deberá involucrar activamente a ambas partes.
Otros textos. Cien veces he escrito sobre las virtudes y la perentoriedad de la revolución feminista, y —créanlo o no— he recibido más vituperios de mujeres que de hombres. Por lo general, me dicen que mi ayuda es torpe e innecesaria, o algo para ese efecto.
Yo no estoy “tratando de ayudar”: ellas no necesitan socorristas, y están ya suficientemente consolidadas para librar su batalla sin necesidad de “ayudantes”.
“Ayudar”, aquí, equivaldría a debilitar. Solo se ayuda al débil, y ellas son hoy más fuertes que nunca. Escribo sobre el tema por la misma razón que me mueve a abordar mil otros: me interesa honda, vitalmente: eso es todo. No hay ninguna razón para los resquemores, sospechas, desconfianzas o hegemonismos temáticos.
En este momento histórico, cuando el feminismo se embriaga de sí mismo, no hay absolutamente nada que el hombre pueda decir acerca de la mujer que no sea percibido como nocivo, oblicuo o, en el mejor de los casos, sospechoso. La mujer no quiere existir del todo en el discurso del hombre. Ella quiere teorizarse a sí misma.
Registros metafóricos. Consideremos el problema desde el punto de vista del poeta: no hay registro metafórico que no sea considerado políticamente incorrecto: la mujer madona, la mujer fruta, la mujer ave, la mujer gea, la mujer madre, la mujer diosa, la mujer fuerza de la naturaleza, la mujer cuerpo celeste, la mujer obra de arte, la mujer mar, la mujer cervatillo (El cantar de los cantares)…
Todos los registros metafóricos han sido vedados, todas las imágenes se asumen portadoras de nefastos contenidos ideológicos que urge revertir, y deben ser examinados como los productos provenientes de un país de narcotraficantes, en las barreras aduaneras de un aeropuerto sobrevigilado. Suspicacia y desconfianza que a menudo derrapan en la paranoia.
El mero hecho de que la mujer sea generadora de metáforas —cualquiera que sea su registro— es considerado peligroso, sintomático de oscuras proclividades hacia la cosificación, o indicio de insidiosos mecanismos de manipulación. Esto confinará a muchos hombres a la afasia. Evitarán referirse a la mujer. No tiene caso crear una nueva tesitura metafórica para aludir a la mujer: todas serán rechazadas por hache, be o zeta.
Fase narcisista poética. Por lo pronto, la mujer atraviesa una fase de narcisismo poético. Sin cesar, se toma a sí misma como objeto poético (maternidad, deseo, sexualidad, erotismo, genitalidad, beligerancias políticas diversas). Muy bien: estamos en presencia de un bello y fecundo hontanar poético. Pero, como todos, se agotará. Quizás en algún momento sienta la necesidad de cantar al hombre. Quiero entonces ver de qué registros metafóricos echará mano, y cuán políticamente correctos serán, de conformidad con esas mismas vedas que impusieron al hombre en su simétrica gestión.
Después de demasiado cantar, yo, como bardo, me declaro contento de deponer mi laúd, sentarme a descansar y oír ahora lo que de mí alguna trovadora tenga que decir. ¿Seré nube, cucaracha, maceta de geranios, clavelina a lo Lorca? No lo sé. Será divertido, todo esto, ya lo creo que sí. Y el nefasto reduccionismo de los regímenes poéticos que el hombre usó a propósito de la mujer durante milenios (fruta, luna, tierra, mar, flor, surco labrantío), ¿será considerado de otra manera al ser aplicado al hombre? Veo difícil justificar esta posición.
Es triste, muy triste, que aun la poesía haya sido convertida por las militantes de las brigadas de choque del feminismo ultrarradical en material digno de suspicacia, de celosísima inspección, de “exégesis” ideológica.
Es triste haber llevado las cosas a este punto. Con ello, queda esterilizada tanto la poesía masculina de inspiración femenina, como la poesía femenina de inspiración masculina (a la que le llega ya su tiempo). El referente femenino como el referente masculino serán prácticamente inabordables desde la óptica analógico-poética. Lo que haya de ser, será.
Derechos humanos. Me ha tocado vivir en un período histórico difícil. La mujer ya no es lo que alguna vez fuera —condición que no echo de menos—, pero tampoco es todavía lo que va encaminada a ser —prospecto que tampoco temo—.
En este momento de transición, la fémina es una mezcla de tradición atávica y de conatus, de condicionamiento cultural milenario y de proyecto. Como Jano Bifronte, mira hacia el pasado al tiempo que hacia el futuro. Resulta inevitable que esto genere en el hombre inestabilidad y desconcierto. La lucha de la mujer por la igualdad de derechos provoca una crisis identitaria en el hombre. Nadie nos ha preparado para el cambio. ¿Cuál mujer debemos buscar, postular, amar?
Sin duda habrá hombres superiores que estén perfectamente dispuestos para todo, hombres que celebren incondicionalmente cualquier cosa que la mujer decida ser, en virtud de su autonomía y nueva capacidad de autodeterminación. Ya lo creo que sí. Pero también estoy seguro de que en algún lugar de la Australia profunda debe haber ornitorrincos con tres cabezas y caparazones de moluscos.
Fuera de estas egregias excepciones, no veo cómo aun el más progresista y evolucionado de los hombres deje de experimentar algún grado de ambigüedad al respecto. Hoy por hoy, es imposible que cierto coeficiente de resistencia, por pequeño que sea, no forme parte de su posición al respecto. No es posible borrar así no más diez mil años de historia. El que diga lo contrario es un poseur.
Yo solo puedo hablar desde mi hic et nunc —desde el “aquihora”—. Sí quiero declarar, con toda sinceridad, que el nuevo proyecto vital de la mujer, y el modelo convivencial que este conlleva, me parece infinitamente más justo, más digno, más plenamente humano que el del pasado. Lo celebro y lo aplaudo… aunque ellas mismas, inexplicablemente, me prohíban hacerlo.
El autor es pianista y escritor.