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Foto AFP
El asalto al Capitolio es, entre otras cosas, la demostración más gráfica del poder desestabilizador que en una democracia puede alcanzar la desinformación.
Tan firme y emblemático como para solo sucumbir en filmes apocalípticos bajo las armas de alienígenas, fue vulnerado por hordas convencidas de la veracidad de una inaudita serie de mentiras con un encaje más o menos coherente en unas narrativas no menos demenciales. Vimos en directo lo que quizá ni Bauman imaginó: el miedo, el odio y la ignorancia líquidos filtrándose por el ladrillo, el mármol y el hierro fundido del mayor emblema de solidez institucional del planeta. Pero pasó, y, si pasó ahí, puede pasar en otro país.
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En ese mismo país, tras un ejercicio periodístico de lujo cubriendo el juicio de Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt escribió un pequeño ensayo llamado Verdad y política, en el que salía al paso del linchamiento que recibió por sus interpretaciones de la maldad nazi.
Mi síntesis de su argumento es que la democracia es tan incompatible con una verdad como con la mentira. Es un régimen vaciado de verdades en sentido último (el propósito de la vida, la justicia, la belleza), pues estas tienen una potencialidad despótica, tiránica, de modo que, si se imponen en una comunidad política, clausuran los debates.
La pluralidad de perspectivas, la apertura a la diversidad de opiniones, valoraciones y juicios morales sobre esas cuestiones globales y los hechos es imprescindible para nuestra libertad política. Pero esa libertad, para ser real, necesita hechos, verdades empíricas, que funcionen como anclajes mínimos para el debate público: «La libertad de opinión es una farsa a menos que se garantice la información factual».
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Desfactualización. Ni la verdad racional, como la de las matemáticas y la lógica, ni la factual, referida a los acontecimientos de nuestra experiencia común, están a nuestra disposición para que las debatamos. Se nos imponen. La diversidad de opiniones es legítima, aún más, necesaria, pero esta debe orbitar en torno a unos hechos comúnmente reconocidos y respetados. A diferencia de Platón, para quien la retórica amenazaba la verdad racional, la mayor preocupación de Arendt es la verdad factual: «Las posibilidades de que la verdad factual sobreviva al ataque del poder son de hecho muy reducidas. Los hechos y los acontecimientos son cosas mucho más frágiles que los axiomas, descubrimientos o teorías —incluso las más especulativas— que produce la mente humana; se producen en el campo de los asuntos siempre cambiantes de los hombres, en cuyo flujo no hay nada más permanente que la presunta relativa permanencia de la estructura de la mente humana. Una vez que estén perdidos, ningún esfuerzo racional los traerá de vuelta—.
Desde luego que es discutible la escisión que hace Arendt entre los hechos y la interpretación que podamos hacer de ellos, pero no me cabe duda de que anticipó las graves consecuencias de la actual «desfactualización» de la esfera pública. Tras el escándalo de los papeles del Pentágono, su preocupación por la distorsión política de la verdad de los hechos se incrementó y en un nuevo texto, La mentira en política, detalló los sofisticados mecanismos de lo que hoy llamamos posverdad, en buena medida obra profesional de sujetos como la mano derecha de Tony Blair, Peter Mandelson, conocido como el Príncipe de las Tinieblas, que entonces alardeaba: «Nuestra tarea (job) es crear la verdad». Ahora lloriquea por la tragedia de un brexit logrado a punta de mentiras. Esa es la cuestión, que las fabulaciones, por más irreales que sean, tienen consecuencias dolorosamente reales.
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Por eso debería importarnos esto. La desinformación idiotiza a un sector de la sociedad, pero la embota a toda en su conjunto. Le quita reflejos y, sin la agudeza necesaria para adoptar decisiones sensatas y oportunas, se hunde en una espiral de incomprensión y hostilidad. Por esas coincidencias casi literarias, este año, que cumplimos 200 de vida independiente, afrontaremos el proceso electoral políticamente más delicado en décadas.
En un contexto de crisis económica, que excitará las emociones y la confrontación, tendremos que adoptar como sociedad decisiones difíciles, que exigen que imperen la razón y la voluntad de acuerdo. Si alguna vez requerimos una conversación pública lúcida, ese momento es ahora, cuando las condiciones son las propicias, en cambio, para la demagogia y la desinformación típicas del populismo.
Jardín de las delicias. Como populismo me refiero a esa melodía armónica, perfectamente adaptable a letras de derechas o izquierdas, que, en el presente inmediato, alivia con el bálsamo de la ira («clarificando» cuanto acontece con relatos simplificados y señalando a los culpables de quienes el resto disfrutan ser víctimas); promete que en un futuro —siempre postergado— recuperará el pasado (de un pueblo unido y sano); y, durante la espera sin plazo de ese nuevo amanecer, ofrece a un líder como placebo (cercano y genuino, que es lo mismo a populachero y soez). Es decir, da tranquilidad por el desahogo, da esperanza por la ilusión de regresar al edén y da orgullo por la reivindicación de las señas de identidad del hombre masa. Es lo formidable de esta composición lo que explica el hecho de que, por más refrita que esté, siga siendo eficaz.
Líder populista y prensa libre están destinados a entrar en conflicto. Pero no son incompatibles, porque esta, también, puede facilitar su ascenso. El populismo llama al populismo, y, así como los políticos prosistema ceden a la tentación de adoptar formas populistas en pos de los votos, así también la prensa de referencia, en función del rating, emulando al tabloide, puede montarle el telón de fondo a quien será su peor enemigo, a ese showman que, como aumenta los índices de audiencia, comienza a ser mimado por los medios. La campaña de Trump «podría no ser buena para Estados Unidos, pero vaya que es genial para CBS», dijo el presidente de la cadena, Leslie Moonves.
Vallespín y Bascuñán apuntan otra relación: «Lo que da vida a los actores populistas es la espectacularización del fracaso». Pinker documenta los efectos de esa cobertura informativa: «Percepción errónea del riesgo, ansiedad, bajos estados de ánimo, indefensión aprendida, desprecio y hostilidad hacia otros e insensibilización».
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Mary McNaughton, de la Universidad de Texas y reconocida investigadora sobre la conexión entre el consumo de medios y el estrés, aparte de los apabullantes efectos en nuestro ánimo de la dieta mediática de tragedias, ha estudiado cómo la intensa competencia comercial entre medios es la causante de ese negativismo exacerbado y su efecto sobre el comportamiento cívico de las personas: cuanto más amenazada se sienta la gente, más probable será que apoye políticas autoritarias y retire su respaldo a la democracia.
Responsabilidad periodística. En estas páginas, hace cuatro años, critiqué a un periodista que, tras la elección de Trump, lamentaba «que el conejo sacado de la chistera del negativismo periodístico» tuviera sarna y le supuraran los ojos. Insistí en la relación entre ese resultado electoral y el discurso antipolítica de un «periodismo que, declinando su papel de élite social, sustituyó como criterio de relevancia el de ‘interés público’» por el de «lo que le interesa al público»; que publicitaba, más que refutaba, la irracionalidad del pensamiento mágico, debido a «la jugosa rentabilidad de las supersticiones religiosas».
Y me referí al «infotainment, cuyo lente siempre prefiere la entretenida locuacidad del bufón». Cuatro años después, en el editorial del 21 de enero, Karen Attiah, editora de «Opinión» de The Washington Post, lo dijo sin paliativos: «Los medios desempeñaron un papel en el ascenso de Trump. Es hora de que asumamos responsabilidades (…). No ha habido grandes esfuerzos como industria para examinar sistemáticamente el papel que desempeñamos en el viaje de Estados Unidos al borde del abismo».
Este año el rol de la prensa será crucial. Así como el del personal sanitario lo está siendo contra la pandemia, los periodistas lo serán frente a la infodemia. Si abandonan el encuadre de conflicto y de carrera de caballos; si no se escudan en la «equidad», que traiciona su deber de ofrecer a los lectores hechos, más que posturas enfrentadas; si se abstienen de titular como hechos lo que no son hechos, sino denuncias u opiniones, o de hacerlo con condicionales, como habría o sería; si se resisten a seguir a los bufones agresivos que elevan el rating, pero degradan la república; si son intransigentes con la demagogia; si exigen que toda afirmación deba sustentarse; si, hemeroteca en mano, obligan a los políticos a ser consecuentes con su discurso y acciones del pasado (o a explícitamente rectificar, si fuera el caso), quizá lo logremos.
Profesionales de la prensa, la modorra cínica de que «todo es lo mismo» y «todos son iguales», que algunos de ustedes creen muy valiente y crítica, es el escenario soñado por los timadores, porque saben que ahí, en esas sombras en las que todos los gatos son pardos, se disimulan y campan a sus anchas. ¡No les ayuden! ¡Ayúdennos a los ciudadanos! Reafirmen su compromiso inclaudicable con la verdad. Sin capacidad para distinguir lo verdadero de lo falso, nos será imposible controlar al poder; nos será imposible confiar en los demás, negociar y colaborar con ellos en la construcción del mundo común; y nos será imposible escoger entre las opciones electorales y adoptar posiciones en función de nuestros intereses. Sin ustedes no habrá ciudadanos, solo borregos al matadero.
El autor es abogado.