Página quince: La crisis de gobernanza de los bancos centrales

Cuanto más se vea obligado el BCE a expandir su misión política para enfrentar nuevos desafíos económicos, más probable es que desencadene conflictos políticos dentro de la eurozona.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

LONDRES– La relación entre autoridad monetaria y gobierno tiene grandes diferencias entre Estados Unidos y la eurozona. En Estados Unidos se da invariablemente una pauta tradicional, mediante la cual los gobernantes, con la mirada puesta en el ciclo electoral, tienden a favorecer políticas fiscales expansivas y condiciones monetarias más laxas, mientras que la Reserva Federal, recelosa de presiones políticas, se esfuerza en afirmar su independencia.

Que la autonomía de la Fed estuviera en duda pondría en riesgo la estabilidad macroeconómica local y, por extensión, mundial.

En la eurozona, la pauta es totalmente opuesta. En general, las autoridades fiscales dudan antes de aplicar medidas de estímulo, incluso en caso de desaceleración económica, como sucede en la actualidad, y el que termina tratando de presionar a los otros para que actúen es el Banco Central Europeo (BCE).

No hay precedentes históricos de esta inversión de papeles entre gobierno y autoridad monetaria. Se dio como un resultado imprevisto del diseño de la eurozona, y ahora amenaza con plantear un desafío permanente a la estabilidad del bloque.

Más en general, tanto Estados Unidos como la eurozona muestran síntomas de una crisis de gobernanza económica que se viene gestando hace más de 30 años. En Estados Unidos, la independencia de la Fed es por decisión del Congreso, y podría en principio revertirse; mientras que la del BCE está protegida por el Tratado de Maastricht.

Pero, para los europeos, este no es ningún alivio, pues la tensión entre las autoridades monetarias europeas y los Gobiernos de los Estados miembros puede terminar debilitando el consenso en favor de la moneda única.

Al ser un banco central sin Estado, dentro de un bloque donde los Gobiernos nacionales retienen la soberanía fiscal, el BCE tiene pocas herramientas para presionar a los Estados para que sigan políticas económicas compatibles con su meta de inflación. A lo sumo, puede transmitirles el mensaje de que con tipos de interés nulos o negativos la política fiscal es más relevante que la monetaria como motor de la demanda agregada o para influir en la inflación.

Pero, lo más probable, tratándose de Estados soberanos, es que no respondan a este mensaje, a menos que, casualmente, coincida con sus propios objetivos nacionales, que inevitablemente adquieren precedencia sobre las prioridades de la eurozona. De modo que el BCE seguirá siendo la institución económica de última instancia.

Durante la crisis del euro, hace casi un decenio, tuvo que asumir la responsabilidad final por la estabilidad financiera, independientemente de si el problema era de liquidez o de solvencia. Y, ahora, tendrá que asumir la responsabilidad final por estabilizar el producto de la eurozona, independientemente de lo que hagan, o no hagan, los Gobiernos nacionales.

En principio, todavía es mucho lo que puede hacerse con política monetaria en la eurozona. Pero, en la práctica, para ampliar lo que ya hizo, el BCE tendría que extender su ámbito de competencia en formas controversiales y divisivas, y pronto chocaría con límites políticos, si no económicos.

Como la principal prioridad de la política económica en los ochenta y noventa era mantener la inflación controlada, los bancos centrales recibieron un mandato centrado totalmente en la estabilidad de precios.

Había amplio consenso en que ese mandato acotado garantizaría la independencia de los bancos centrales contra presiones políticas para la aplicación de medidas potencialmente inflacionarias. Además, en el Tratado de Maastricht, se incluyeron reglas fiscales para evitar que los Estados miembros acumularan deudas excesivas, y eso redujo el temor a que se produjeran crisis de deuda soberana con capacidad de desestabilizar todo el bloque.

Pero en las condiciones actuales, de bajos tipos de interés, escaso crecimiento y mucha aversión al riesgo entre los inversores, la “externalidad” más preocupante para la eurozona es la debilidad de la demanda interna de los países más grandes, por ejemplo, Alemania.

Ni las reglas fiscales actuales ni el marco de coordinación de políticas macroeconómicas de la Unión Europea pueden dar una respuesta adecuada a este problema.

Por eso, haciendo a un lado la persuasión moral, el BCE y la Comisión Europea no tienen forma de obligar, en la práctica, a los gobiernos de los Estados miembros a seguir políticas fiscales expansivas. Y, aunque el Tratado de Maastricht protege al BCE de presiones como las que usó el presidente estadounidense, Donald Trump, con la Fed, no puede proteger a la eurozona de las divisiones políticas que surgirían si el BCE ampliara su ámbito de competencia.

El Tratado de Maastricht resultó un poderoso ejemplo de “determinismo histórico”. Cuando fue adoptado, en 1992, los problemas económicos predominantes eran muy diferentes de los de ahora. El consenso intelectual, entonces, era que la combinación de reglas fiscales y un banco central independiente con mandato acotado bastaba para la estabilidad macroeconómica.

De hecho, esos factores explican, en primer lugar, por qué los europeos del norte —en particular los alemanes— aceptaron la idea de la moneda común.

Eso no habría sucedido hoy, ya que la aparición de otros desafíos está llevando a un nuevo consenso en política fiscal y monetaria. A ambos lados del Atlántico, los bancos centrales tienen balances inflados y se han convertido en “formadores de mercado”; y es cada vez más necesaria una coordinación más estrecha entre la política fiscal y la monetaria.

Al mismo tiempo, se necesita un uso más activo de la política fiscal para la gestión de la demanda. Esto exige un marco de gobernanza totalmente nuevo, cuya creación será extremadamente difícil, especialmente para la eurozona. Pero no hay alternativa, ya que la independencia del BCE (aunque debe protegerse) no bastará para garantizar la estabilidad macroeconómica.

Lucrezia Reichlin: exdirectora de investigaciones en el Banco Central Europeo, es profesora de Economía en la London Business School.

© Project Syndicate 1995–2019