Quienes consideran el buen fotoperiodismo como una especie en vías de extinción están equivocados.
Su capacidad para fijar momentos, hechos, rostros y lugares de la historia —grande o pequeña— en imágenes memorables, que saltan sobre lo efímero, se incrustan en lo permanente y descubren sentidos diversos de la realidad, otorga al fotoperiodismo una vitalidad que trasciende las enormes transformaciones en los medios de comunicación y su impacto en aquellos que han sido su soporte tradicional: los impresos.
No hablo, por supuesto, del anémico fotoperiodismo rutinario de ilustración, o del que acude a lo sensacional para disfrazar lo intrascendente. Me refiero al que, más allá de la modestia de sus recursos, desvela hechos, situaciones y condiciones humanas que, gracias a las imágenes, adquieren fuerza y sentidos reveladores e inéditos.
Este tipo de fotoperiodismo, capaz de generar documentos visuales sin fronteras, está ahora a nuestro alcance en la exposición World Press Photo, que se presenta en la Biblioteca Nacional hasta el 26 de este mes. Recopila las fotos ganadoras del concurso organizado anualmente, desde 1955, por la fundación holandesa del mismo nombre. Es la tercera vez que se exhibe en San José.
En la edición de este año, los 17 miembros del jurado valoraron 78.801 imágenes de 4.738 fotógrafos provenientes de 129 países; ninguno de Costa Rica. Otorgaron premios a fotos individuales y reportajes gráficos en varios ámbitos: temas y noticias de actualidad, temas contemporáneos, medioambiente, deportes, naturaleza y retratos. Además, valoraron proyectos a largo plazo y, por primera vez, se convocó un concurso de narrativa digital, reflejo de los cambios en el ecosistema mediático.
Significados. La foto triunfadora en noticias de actualidad, la categoría más emblemática, es tanto un desgarrador testimonio humano de la nueva y dura política migratoria del presidente Donald Trump como un depurado ejemplo de la fuerza comunicativa que, mediante una focalizada síntesis, puede alcanzar la imagen. Captada el 12 de junio del 2018 por el estadounidense John Moore, muestra, en un llanto desgarrador, a la niña hondureña Yanela Sánchez, mientras su madre, Sandra, es cateada por un policía fronterizo en McAllen, Texas.
A la pequeña la vemos de frágil cuerpo entero, con suéter rojo; a los adultos, solo parcialmente, y al adquirir un carácter casi anónimo, dirigen aún más nuestra mirada hacia la niña, vulnerable e impotente.
La foto de Moore capta con precisión uno de esos “instantes significativos” a los cuales se refirió el gran maestro francés Henri Cartier-Bresson, auténtico antropólogo de la imagen, como clave del fotoperiodismo trascendente.
A diferencia de las fotografías meticulosamente planeadas, esta, y muchas otras que se exhiben en la muestra, no son producto de una puesta en escena, sino de su búsqueda y encuentro gracias al ángulo generado en la inmediatez del momento. Sus composiciones no se arman; se identifican y enmarcan. La acción no se construye; se capta. Su luz no se controla; se utiliza, administra y complementa desde el lente. A los protagonistas no se les instruye o dirige; se les sigue, observa, revela y respeta. Y el contexto no se explica; se muestra o sugiere mediante rasgos esenciales.
Son estas demandas las que convierten al fotoperiodismo en una práctica, oficio o profesión integral. “Tomar una fotografía es suspender la respiración cuando todas las facultades convergen de cara a una realidad”, postuló la escritora estadounidense Susan Sontag.
Y cuando todas esas facultades se ponen en función de documentar hechos o situaciones que escapan a nuestro control, la convergencia de habilidades, sentidos y referencias es aún más necesaria y demandante. Cartier-Bresson lo dijo de esta manera: “Fotografiar quiere decir reconocer —simultáneamente y en fracciones de segundo— tanto el hecho en sí mismo como la rigurosa organización de las formas visualmente percibidas que le otorgan sentido. Es poner nuestra cabeza, nuestro ojo y nuestro corazón en el mismo eje”.
Multiplicidad. En la exposición World Press Photo, esos ejes son tan múltiples como las cabezas, los ojos y los corazones de quienes los someten a su inventario visual. Allí están, en el primer plano de las imágenes o en los contextos que las generan, temas de marcado universalismo, como el deterioro ambiental o los flujos migratorios, y los conflictos étnicos, políticos y militares que a menudo se intersecan con ellos, sea en Chad, Siria, Yemen o Afganistán.
Allí se documentan, con la lacerante especificidad del dolor humano, crisis cercanas como la pauperización rampante de los venezolanos o las recurrentes desapariciones de mexicanos; se revela la búsqueda y construcción de identidades sexuales, o la victimización de quienes, en el proceso, son víctimas de la intolerancia, y se sigue la pista a la construcción de imaginarios nacionalistas en “escuelas patrióticas” de Estados Unidos y Rusia. Pero también vemos reflejadas costumbres idiosincráticas que, sin embargo, nos remiten a lo común de nuestra condición humana, y podemos percatarnos de que el deporte es mucho más —y menos— que los espectáculos para consumo masivo.
Estas fotos son citas de la actualidad, recortes del entorno, marcadores de realidades contemporáneas que, sin embargo, también forman parte de la historia. Reflejan culturas, costumbres, contextos sociopolíticos y significados universales. Es lo que el semiólogo francés Roland Barthes llamó el studium de la imagen. Pero si estas adquieren distintos niveles de grandeza documental y sensorial, es porque logran trascender lo general y nos flechan con los instantes específicos plagados de sorpresa, significado y revelación, y son capaces de generar empatía más allá de lo concreto: el punctum, también, según Barthes.
De esto, en esencia, se compone el fotoperiodismo trascendente reflejado por la exposición. Y no importa cuáles plataformas mediáticas utilice, creo —y confío— en que mantendrá su vigencia.
El autor es periodista.