Página quince: Grandes saltos y pequeños pasos de la democracia

Todo siempre será parcial, en pequeñas dosis. Esta es la enseñanza del tiempo que vivimos.

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Algunos amigos me solicitan —tal vez un tanto sorprendidos— que explique mejor mi afirmación sobre los pequeños pasos hacia adelante como lo único que la democracia moderna puede dar. De ser así, preguntan, para lograr sus objetivos, ¿tendríamos que esperar 100 o 200 años?

Comenzaré repitiendo la pregunta-protesta de un estudiante, cuando yo hablaba sobre el tema en un foro llevado a cabo en la Universidad de Costa Rica: “¿Qué clase de sistema es ese que hay que esperar doscientos años para su conquista total? Me parece más una burla que un planteamiento político serio que merezca algún respeto”.

Bueno, todos sabemos que los ataques fuertes contra el planteamiento democrático ocurren desde hace cerca de 2.000. Sin embargo, siempre es conveniente que los costarricenses nos preguntemos: ¿Somos más libres y tenemos más derechos en nuestra sociedad contemporánea que hace 100 años?

Si lo analizamos con detenimiento, podríamos contestar que el cambio conseguido es sorprendente, para darle un calificativo suave. Y, si lo analizáramos con la mente de los costarricenses de hace 100 años, tendríamos que decir que es imposible de creer.

Es que, de repente, hasta nos veríamos obligados a mantener que los pasos hacia adelante han sido de gigantes.

El Código de Trabajo de Calderón Guardia y la nacionalización bancaria de José Figueres fueron grandes empujones en la vida democrática de nuestro país, conquistas imposibles de creer antes de 1940.

La juventud de ahora, que nació y vive una etapa democrática nada despreciable, protesta con razón y desprecia sin razón alguna el grado de democracia que vivimos.

Protestar, en el sentido de manifestar disconformidad, es natural y necesario, pero, para eso, no debe escupirse la institucionalidad democrática conquistada.

Tenemos el derecho de protestar porque se ha paralizado la energía de cambio y transformación. Asimismo, tenemos la obligación de defender, evitando que se resquebraje, todo lo bueno y saludable que llevaron a cabo tantos ciudadanos respetables, íntegros en su amor por este país.

Falla humana. “No es cuestión de sistemas —decía con frecuencia Mario Echandi, liberal a ultranza—, sino de hombres; son los hombres los que fallan, no la institucionalidad”, pensamiento que recojo y comparto.

Entonces, hay algo que tiene que ver con el planteamiento teórico, pero más, y posiblemente mucho más, con la forma de gobernar de casi todos los que después llegaron a los puestos de poder y mando.

Son los hombres quienes fallan, no el sistema, y olvidan lo afirmado por Agustín de Argüelles al presentar la Constitución de Cádiz al Congreso de los Diputados en Madrid: “No olvidéis que la democracia es el supremo bien de seguir adelante”.

Desde mi punto de vista político, pienso que no se puede admitir la posibilidad de que la democracia esté en condiciones de cambiar el capitalismo actual por un sistema democrático mejor porque “ese capitalismo, como lo afirma Maurice Duverger, ha levantado, en las naciones industrializadas de Occidente, el más perfecto y eficaz aparato de producción que el mundo haya conocido nunca, pese al paro y a la inflación” (Carta abierta a los socialistas) y también, agregaría yo, pese a la inmensa miseria.

Son varios los factores que marcan el paso lento de la democracia actual y son esos factores los que determinan la diferencia entre teoría y práctica; entre ilusión y realidad. Y es esta, la realidad, la que va señalando lo que puede hacerse, como posibilidad abierta que presenta el ejercicio del poder y la voluntad autocontrolada del gobernante.

La bandera en alto se mantiene con la leyenda centenaria: conquistar la libertad, obtener la igualdad, realizar la fraternidad, pero sabiendo, siempre sabiendo, que no existe la libertad total ni la igualdad total ni la total fraternidad.

En cuanto a la democracia, todo siempre será parcial, en pequeñas dosis. Esta es la enseñanza del tiempo que vivimos.

Subhombres. Aristóteles, con toda su sabiduría y humanismo, pensaba que la democracia no podía existir sin esclavos, y que el esclavo lo era porque nació con mentalidad servil.

Así, lo dispusieron los dioses: para que unos puedan estudiar y pensar, otros, muchos, deben trabajar, condenados para siempre a la ignorancia y la miseria. Condición genética de subhombres.

Otro tanto pensaba Jefferson, el sabio de la democracia estadounidense, que declaró la independencia y toda clase de libertades y derechos en Estados Unidos, sin atreverse a firmar el decreto de libertad de los esclavos. Tuvo esclavos siempre e hijos con esclavas que no reconoció jamás.

Y así fue antes en Egipto y en Mesopotamia y en Sumeria y Roma y, finalmente, en el resto del mundo, permaneciendo una constante a lo largo del tiempo: el privilegio se mantiene, sobre multitudes trabajando como esclavos o en la semiesclavitud.

La industrialización terminó con el siervo de la gleba —un esclavo permanente del terruño— y lo transformó en obrero de la fábrica, de la industria. Un nuevo esclavo a consecuencia de una nueva tecnología.

La máquina inventó al obrero, pero también al patrón, titular de un nuevo poder. Y, por el ejercicio abusivo de este nuevo poder, nació el sindicato, otro centro de poder, paralelo, pero contrapuesto.

La democracia del pueblo comenzó a dar sus primeros pasos, paralela también a la democracia de arriba, que ya había iniciado la estructura del parlamento.

Desde entonces, han funcionado dos democracias: de arriba para abajo, a partir de la carta magna (1252) y de abajo para arriba (1847) del sindicalismo que inventó la primera forma de defender los derechos de los trabajadores: la huelga que paralizó la fábrica.

En la primera, los señores feudales le gritaron al rey que no estaba por encima de la ley; y en la segunda, cuando los trabajadores le gritaron al patrón que los derechos a un trabajo permanente y a un salario justo son sagrados. Dos grandes primeros pasos que marcaron el camino, para lo cual tuvieron que transcurrir 600 años.

Revolución francesa. El rey obedece al parlamento y el parlamento obedece al pueblo. La democracia comienza a florecer de nuevo.

Después, se escucha el retumbo que traspasó fronteras, las palabras de Mirabeau en el inicio de la Revolución francesa anunciando un nuevo amanecer para la libertad.

Reunidos los Estados generales en la primera asamblea popular de esa revolución, se presentó una comisión enviada por Luis XVI, dando órdenes y comunicando que si no se obedecían se vería obligada a clausurar la asamblea.

Entonces, Mirabeau, aquel brillante orador que anunciaba el futuro político de la humanidad y los principios de la soberanía, les contestó: “Vayan y digan a su amo que estamos aquí por la voluntad del pueblo y que no se nos arrancará sino con el poder de las bayonetas”. Había nacido la democracia moderna.

Luis XVI, cuando recibió la respuesta, puso nerviosamente a un lado el reloj que estaba arreglando y llamó a María Antonieta, quien daba las últimas órdenes para que prepararan los pasteles del postre para la cena de esa noche.

Luis, preguntó María Antonieta sorprendida, ¿qué quiere decir la voluntad del pueblo? “Son cosas que se han inventado ahora unos ignorantes que no saben que, en Francia, la única voluntad y el único poder lo tengo yo”, contestó Luis XVI. “Los demás solo tienen la obligación de obedecer”, agregó.

Cuatro años más tarde, el pueblo de París vio desfilar por las calles de la ciudad dos carretas conduciendo a ambas majestades rumbo a la guillotina: el rey, primero; la reina, nueve meses después. Nunca se enteraron de lo que estaba sucediendo.

El autor es abogado.