Gozar la vida es un gran arte porque no siempre las circunstancias y las cosas nos inspiran a sentirlo. Pero hay momentos en cada una de nuestras existencias que nos impulsan a considerar que lo nuestro no es mera inmanencia, sino trascendencia. Son momentos sublimes, cuando lo débiles que somos se confunde con la posibilidad de ser más, de imaginar y soñar. Son momentos cuando nos recreamos y revitalizamos.
Querer vivir la vida con sentido no significa estar delimitado por el tiempo o el espacio, aunque en realidad todos lo estamos. Implica creer en una realidad que va más allá de lo logrado y vivido y, por ello, pensar en lo inacabado de nuestras acciones. Me parece que aquí se encuentra el verdadero quid de lo que somos: sentir que no hemos terminado, que existe algo más allá de nosotros que necesitamos completar, aunque sea posible que no lo alcancemos totalmente. Tal vez, por eso, la publicidad de los éxitos (empresariales, sociales, económicos o personales) dejan el sinsabor del sinsentido y la falencia: se nos ofrecen como realidad terminada y realizada.
La mucha publicidad sobre las bondades de lo que sé es, por otro lado, poco a poco se convierte en imposición de un deber para el otro, el aplauso delante del espectáculo. Si todos se exaltan a sí mismos, la pregunta obvia es: ¿Qué es lo que eso significa de verdad? No tenemos que engañarnos, la publicidad tiene un efecto puntual, pero no una vida prolongada, es la gratificación de un instante y nada más.
En el mundo donde las informaciones cambian todo el tiempo, los escándalos pasan de moda, el recuerdo de la historia se vuelve efímero y nuestra acción en bien de los demás puede ser ineficaz porque, si apuntamos todo a nuestra publicidad, desistimos de nuestra singularidad. Insisto, una cosa es publicitar y otra dar a conocer. Publicitar significa, de alguna manera, “hacer vendible”, mientras que informar es diverso porque nos empuja a ser auténticos.
Prestos a la crítica. La comunicación es multiforme porque se vale de todo recurso necesario para transmitir un mensaje que nos ponga en relación con el otro, pero la publicidad tiene reglas estrictas y diversas. Señalo una que hace la diferencia: convencer para alentar el consumo o la aceptación de algo. Nos referimos a las motivaciones de fondo de todo acto comunicativo porque hablamos de actitudes básicas que nos ayudan a ser diáfanos para ser solidarios en la aventura de la vida.
Comunicar supone y se arriesga a la crítica. De allí, el desafío inicial que le presentamos al otro. Cuando decimos, afirmamos o negamos algo, lo invitamos y provocamos a pensar juntos, a “perder” el tiempo en un encuentro que tal vez no tenga ningún objetivo o meta concreta. En otras palabras, cuando el que recibe el mensaje lo acepta como ocasión para crecer en la interpelación y no solo como ocasión de reacción, nuestra comunicación se hace asertiva y oportunidad de crecimiento.
Gozar la vida es comunicar, de eso no hay duda: no se puede disfrutar la existencia sin otras personas que nos ayuden a tomar consciencia de lo que significa vivir. Viene a la mente esa hermosa canción de Eladia Blazquez que cantaba Mercedes Sosa Honrar la vida. Los verbos gozar y honrar son diferentes, pero dentro de la canción el sentido de ambos es intercambiable. Honrar y hacer significativa la vida es una tarea personal, que exige en cada uno de nosotros autenticidad. Ser coherentes, en cambio, es otra cosa porque ninguno puede decir que es radical y perfecto en la realización concreta de sus convicciones, las circunstancias de la vida nos hacen a veces vacilar y traicionar lo que pensábamos que era sublime en nuestra razón.
Autenticidad. Buscar ser auténtico implica, por otro lado, la capacidad de resiliencia y de no renuncia a lo que se sabe que es bueno; hace referencia a un propósito, incluso en los momentos de difícil decisión. Buscar ser auténticos es una hermosa manera de expresar lo que anida en el corazón y nos mantiene en vida. La persona auténtica sabe que no es perfecta y totalmente realizada. Es algo así como un peregrino que no termina de llegar a la meta de su caminar.
¿Tenemos que ser coherentes? En nuestra comunicación, sí; en nuestra vida personal nos basta con buscar la autenticidad. No hay duda de que la coherencia exige el “deber”; la autenticidad implica la convicción y la donación a la bondad. El deber nos impone restricciones, la convicción nos une a la creatividad y a la libertad. Los matices de significado son importantes porque nuestro mundo ha cambiado: nadie piensa hoy en verdades absolutas, reconocemos que todo es relativo porque se supone que es interesado. Los discursos explicativos del todo han perdido vigencia, nadie los cree. Pero la autenticidad, como actitud fundamental en una búsqueda de sentido que tenga como norte el bien, no puede ser negada ni obviada por algún espectador.
En el comunicar hay que ser coherentes, lo que decimos tiene que estar en sintonía con la vida, experimentada y asumida, incluso con sus imperfecciones. La coherencia comunicativa no tiene que ver con una “verdad unilateral y totalitaria”, sino con lo que se es y con lo que se quiere transmitir. Esta es la única forma de dar materialidad a la autenticidad, si bien entre ambas existe un abismo que no permite una identificación total. Por eso, la comunicación exige cambiar la percepción de lo que somos: en el encuentro con el otro nos convocamos a nosotros mismos al juicio y, a veces, a la condena.
Vida y muerte. Empezamos estas líneas hablando de gozar la vida y seguimos hablando de autenticidad. ¿Por qué este cambio en la argumentación? Porque no se puede gozar la vida sin una búsqueda real de autenticidad y de visión del futuro. La débil realidad de lo humano nos empuja a tratar de entender cómo resolver nuestra existencia en formas cada vez más eficaces y, al mismo tiempo, los fracasos experimentados nos ayudan a ver los momentos de felicidad como verdaderos dones que renuevan la vida.
El problema reside en ver la vida como un tiempo de evolución creciente, cuando en realidad es una percepción del ir y venir de emociones y experiencias que nos parecen repetirse siempre.
En el libro del Eclesiastés, Qohelet (el personaje detrás de todos los discursos) nos presenta de una manera dramática esta realidad en forma de discurso poético. Con una crítica feroz a todo fundamentalismo, el creyente Qohelet se atreve a dudar de la veracidad de una vida llena de bendición. Su argumento se basa en la ignorancia humana respecto a su futuro último: nadie sabe a dónde irá su espíritu en el momento de la muerte.
Partir de la muerte para hablar de la vida no es algo extraño. Es la muerte la que nos induce a encontrar sentido, a buscar nuevas formas de ser. Cuando experimentamos la muerte de un ser querido, el mundo se transforma, sin que haya un modo de escapar de esa conmoción. El dolor, la ausencia y el deseo de continuar viviendo se unen en una compleja amalgama de sentimientos que es difícil definir. Es entonces cuando la necesidad de comprender lo que se es adquiere una importancia radical.
La conclusión de Qohelet ante esta dinámica de nuestro interior es que el ser humano tiene que aprender a gozar de los momentos de felicidad y se puede agregar: saberse anclar en ellos para reflexionar sobre su futuro. El que goza sabiendo que tendrá que enfrentar momentos de infelicidad, sentimientos de rencor o de odio, derrotas y victorias, sufrir guerras y tener tiempos de paz, comienza a ser un sabio porque ha comprendido que lo que ve en la naturaleza, con sus estaciones cambiantes, sucede también en la historia. Gozar la vida es un momento para reflexionar y avanzar.
Caminar con otro. El sufrimiento solo puede ser entendido a partir del gozo de nuestra existencia y del impulso a buscar autenticidad. La tristeza y el sufrimiento pueden ser relativizados cuando nuestras memorias evocan momentos llenos de sentido y esperanza. Gozar la vida y honrarla están intrínsecamente unidos en la comunión con quienes nos rodean. Sin ellos, caminaríamos en las sombras de la autocomplacencia. Pero, como se puede intuir, gozar no significa aquí el simple consumo de diversión, sino la alegría del encuentro y del departir con quien se considera amigo o con el extraño que apenas conocemos.
En esos encuentros, nos recreamos y nos provocamos; somos capaces de ver críticamente lo que hemos experimentado y escuchar con atención otras vivencias e impresiones. Las razones se entrecruzan, se entretejen, se confunden, antagonizan, coinciden y, sobre todo, cambian por la riqueza de la discusión y por el afecto mutuo de los que se encuentran. De esta oportunidad hablaba Qohelet porque en el devenir de los sucesos y de la historia, hay momentos que se transforman en espacios de revelación para nuestra alma y para nuestra capacidad cognoscitiva.
Del gozo se pasa a la búsqueda de la profundidad existencial. Dicho de otro modo, a la necesidad de honrar la vida con decisiones sabias, realistas, prudentes y provocativas. Honrar la vida significa a veces consentir y otras veces rebelarse, levantarse en guerra o ser conciliadores y constructores de la paz. De la experiencia vivida y compartida se aprende a crecer como persona que no elude la realidad, sino que la confronta y la llama por nombre. Es así como se entra en la plena consciencia de sí y en la entrega incondicional por los otros.
No hay duda de que el individualismo campante, que ve en los demás solo un recurso más para garantizar el propio bienestar, nos aleja de la verdadera humanidad. Pero cuando, como Qohelet, nos damos cuenta de los ciclos cambiantes de la historia y de las personas, podemos cuestionar las fáciles imágenes de felicidad que nos quieren vender. Entonces, aparece el momento, voluntariamente asumido, de lanzarse al gozo de tener alguien al lado con el cual compartir un momento de la existencia y aprender juntos qué significa vivir. De ese encuentro se puede suscitar un cambio radical en nuestra propia humanidad.
El autor es franciscano conventual.