Perdimos la perspectiva de la razón de ser del Estado. El gobierno existe porque, como sociedad, decidimos realizar ciertas funciones mancomunadamente en vista de la imposibilidad de encargarlas a personas o empresas particulares por resultar más onerosas.
El requisito básico parte de efectuar esas funciones de modo eficiente y al costo mínimo. Pagar impuestos vale la pena y la ciudadanía no estará tan renuente si el uso final se traduce en bienes o servicios devueltos a la sociedad con una ganancia social superior al sacrificio de quienes pagan. Solo así se beneficia el bienestar general.
Pero eso no ocurre en la actualidad. El gobierno gasta muy mal y nos obliga a pagar onerosos impuestos cuyo beneficio social es inferior al sacrificio de los hombres y las mujeres tributantes.
Es una verdadera máquina inútil de Tinguely (cuyo único fin es autosostenerse sin producir nada sustancial). Gastamos ingentes recursos en burocracia improductiva, la cual, en vez de agregar valor, lo destruye.
Quienes nos gobiernan omiten todo análisis de beneficio-costo del gasto público. Según se colige, una proporción muy grande de actividades de muchas entidades públicas (ministerios, entes autónomos y descentralizados) no resistirían una prueba de rentabilidad social.
No sorprendería constatar a entidades, como el Inder, INVU, Japdeva, IMAS, IFAM, CNP, Incofer, Minae, MAG y muchas más, con un valor social neto muy negativo. En tal caso, estamos ante un doloroso desperdicio de recursos.
Generaciones futuras comprometidas. El fuerte desequilibrio fiscal y el exagerado crecimiento de la deuda se dan porque, durante muchos años, han secuestrado gran cantidad de recursos a la población solo para malgastarlos, comprometiendo licenciosamente a las generaciones futuras, fenómeno intensificado en las dos últimas administraciones, cuando todas las alarmas estaban activadas.
Se clama de nuevo por más impuestos, esto es, quitar dinero al sector privado para alimentar esa máquina inútil y traducirlo en desperdicio, controles e interferencias al sector productivo, lo cual disminuye doblemente el bienestar general: por dejar sin recursos a los inversionistas y por estorbar la producción.
¿Desconocen las autoridades estos elementales principios de la materia tributaria? Difícil de creer, pero se sigue engañando a la gente, aun a los iniciados, con mitos y leyendas.
El mito más popular es creer en la existencia de impuestos «solo para los ricos». Todo impuesto es trasladado parcial o totalmente a los consumidores o usuarios finales.
Cada responsable trata de cargar a los bienes o servicios el monto del nuevo impuesto. Lo logran, en mayor o menor grado, según la elasticidad de su demanda y grado de control monopolizador.
Si al médico le cobran más por su casa, subirá sus tarifas; el empresario, los precios de sus productos; los trabajadores y burócratas pedirán más salario; y así se genera una cadena de inflación de todos los precios de la economía.
Pérdida social y freno al crecimiento. Si no se puede trasladar, caso improbable en un país tan plagado de imperfecciones de mercado, el impuesto termina minando el ingreso de los ahorrantes y emprendedores.
Esto se traduce en menos inversión, producción, demanda de trabajo y más desempleo. El gasto público derivado no compensa esa caída, pues, más bien, un gasto ineficiente es una pérdida social y un freno al crecimiento.
Ambos efectos negativos se suman. Al final de la cadena, los patos de la fiesta terminan siendo otros, generalmente los asalariados.
Es extraña la fijación del gobierno en solo buscar nuevos ingresos sin intentar, siquiera, promover cambios estructurales mínimos en el aparato estatal, en una perspectiva, por lo menos, a mediano plazo.
Una reducción desequilibrada del gasto, como la ofrecida al Fondo Monetario Internacional (FMI) puede ser contraproducente, pues empeora la improductividad del sector público, destruye aún más valor y hace que la economía se desacelere.
Bajar gasto público disminuyendo un 38 % la inversión estatal, como en el 2020, es un grave error, pues cercena el crecimiento. Es increíble cómo el FMI valida una fórmula de más impuestos y menos gasto en inversión. ¿De dónde saldrá la mayor actividad económica para generar más ingresos?
Falacia. Proponer impuestos «progresivos» para mejorar la distribución del ingreso es falaz. Los impuestos son instrumentos ineficientes para ese fin.
¿De qué sirven impuestos progresivos si más de la mitad de la economía es informal y no tributa? Más impuestos, progresivos o regresivos, empeoran la informalidad y la injusticia distributiva. Para esa tarea es mejor el gasto.
Las verdaderas causas de la injusticia social son otras, como la falta de inversión, pues impiden crear empleos de calidad para los más pobres; las múltiples y exageradas tasas impositivas, pues estimulan la elusión y evasión de impuestos, desintegradores por excelencia de toda racionalidad tributaria; la existencia de sectores privilegiados eximidos, parcial o totalmente del pago de impuestos, sin fundamento económico, pues crean serios e injustos desequilibrios y subsidios cruzados.
Si el gobierno se siente incapaz de racionalizar el gasto, hacerlo productivo y de todas maneras insiste en aumentar los impuestos, debería optar por lo más simple, directo y de efecto inmediato, como aumentar el impuesto sobre el valor agregado (IVA).
Si la preocupación es el impacto en las familias más pobres, bastaría con rebajar el precio de los productos de la canasta básica, artificialmente elevados en beneficio de grupos privilegiados, como arroz, azúcar, carne, pollo, leche, autobuses y muchos más, creadores de rentas injustificadas y que se llevan buena parte del ingreso de las familias de más bajos ingresos.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) señaló cómo solo en el caso del arroz hay una exacción equivalente al 8 % del ingreso de los dos primeros deciles de la población.
Liberalizar los mercados de estos productos compensaría con creces todo aumento en el IVA. Nadie menciona esta enorme causa de la pésima distribución.
Lo óptimo sería reducir el gasto, pero el gobierno está imponiendo su agenda política y pretende dejar los ajustes duros a las futuras administraciones. Sigue dando pataditas a la bola y está a punto de salirse con la suya, dejando a los diputados en una incómoda encrucijada. ¿Habrá suficiente capacidad para parar tanto desatino?
El autor es economista.