La política es un deporte de contacto. A diferencia de otras actividades, en ella la competencia es de suma cero. El respaldo que reciba fulanito dependerá del no respaldo a zutanito. Y, como antes que por planteamientos los electores votan por personas, para que voten por mí no basta con que me valoren positivamente. No alcanza con hablar bien de mí. Necesito, además, que me valoren mejor que a mi contrincante o, lo que es menos difícil, que lo perciban como alguien peor que yo. Eso incentiva los ataques al oponente político en las democracias. Los ataques no son una falla del sistema, sino una consecuencia estructural de su diseño.
Lo anterior, sin embargo, es solo una parte de la historia. Cierto, “la política es la continuación de la guerra por otros medios” (Foucault), pero que sea por “otros medios” no es un dato menor. No todos se valen. A efecto de que la dinámica política pueda extenderse en el tiempo —que es tanto como decir que se pueda seguir conviviendo civilizadamente—, es menester no dinamitar sus condiciones de posibilidad. Las democracias que mejor funcionan son aquellas en las cuales sus líderes políticos entienden eso, y comprenderlo los inhibe de perseguir objetivos “a cualquier costo” o desencadenar procesos desentendiéndose de sus consecuencias.
Pensar que más importante que ganar o perder es seguir compitiendo, los lleva, no solo a respetar las reglas escritas del juego, sino, además, a seguir una serie de normas no escritas de moderación, tolerancia, autocontención, lealtad institucional y respeto de las formas.
No es el caso de España. No en la última campaña electoral. No en los últimos años. Y, por eso, sus elecciones del 28 de abril merecen comentarse. Los resultados de los tres principales perdedores de la jornada, Partido Popular (PP), Junts Per Catalunya (JxCAT) y Unidas Podemos (UP), leídos en clave de largo alcance, son una aleccionadora advertencia para aquellos políticos —cada vez más numerosos en distintos países— que, con tal de derribar a un adversario, están dispuestos a serruchar la rama sobre la que están sentados. Mi hipótesis es que las tres agrupaciones siguieron estrategias de crispación, que estas les depararon estupendos resultados a corto plazo, pero que, a la postre, al írseles de las manos, acabaron por estallarles en la cara.
La estrategia de crispación ha sido estudiada por el politólogo José María Maravall: al calor de la confrontación política, los partidos con desventaja en temas posicionales o en su ubicación ideológica respecto de la del electorado tensan al máximo el debate sobre asuntos transversales (capacidad, honorabilidad, patriotismo), a la vez que explotan otros convencionalmente vedados de la lucha interpartidista con el objetivo de destruir la reputación del adversario.
En los casos que analiza, esa estrategia fue concebida y ejecutada de manera conjunta por políticos, un sector del Poder Judicial y medios conservadores que, dice él, desde el principio llevaron la iniciativa. En la primera de esas “campañas”, además de la caída de Felipe González, pretendían evitar un proceso penal contra un banquero copropietario del periódico que lideró las denuncias.
En la táctica desarrollada contra Zapatero, se sumó la Iglesia. Un plan orientado a la descalificación absoluta del adversario, mediante acciones concertadas de dramatización de la realidad que acaban por demonizarlo. Y como cada noticia es considerada un arma en la lucha política, entraña una concepción partidista del papel de la información, que deja al debate público ayuno de hechos comúnmente aceptados que lo enmarquen.
Escenario inverso. Esa es la teoría de Maravall, pero yo, con la tranquilidad que da saber que no me va a leer, pienso que la estrategia de crispación, con esas mismas características, puede desplegarse, también, a partir del escenario inverso: cuando con los asuntos de interés común y amplio consenso social (seguridad ciudadana, empleo, crecimiento económico) no tengo chances de destacar ni de tumbar a mis rivales, lucho por poner en el centro del debate temas “ideológicos” o identitarios polarizantes. Y lo hago en términos tan estridentes y esencialistas como si en ello se jugara, más que perspectivas diferentes o intereses de grupo, valores supremos de la nación. En todo caso, sea en la versión clásica de Maravall o en la heterodoxa que planteo, se trata de políticos que, como dice Serrat, “juegan con cosas que no tienen repuesto” y tensan (a veces hasta reventar) las coyunturas del cuerpo social. Todo por ganar.
Pues bien, en el 2006, Rajoy (PP) lideró una intransigente cruzada contra el Estatut (norma básica de la autonomía catalana), aprobado en el Parlament de Catalunya, ratificado en el Congreso de los Diputados de España y apoyado masivamente en un referendo. Era su forma de golpear y diferenciarse del presidente Zapatero. Empezó con el tremendista “rompen España” y llevó la norma, tan trabajosamente conquistada por los catalanes, al Tribunal Constitucional, que, en el 2010, la destrozó.
En las elecciones generales del 2011, el PP barrió: 186 diputados. Y, con la lección bien aprendida, Rajoy se dedicó a gobernar ninguneando a los catalanes. Al comienzo de su gobierno, el independentismo en Cataluña era del 10 % de la población. Al final, en el 2018, cuando con el apoyo de los independentistas, la izquierda lo echó del gobierno, llegaba casi al 50 %.
“Derechita cobarde”. Rajoy se retiró de la política, pero, el domingo pasado, su partido obtuvo el peor resultado de su historia (66 diputados), quedó de 6.° en Cataluña, con solo un diputado y sin un solo representante en el Parlamento Vasco. Pero, además del gobierno, perdió el liderazgo (que por 30 años fue monopolio) de la derecha: el Partido Ciudadanos quedó a menos del 1 % del PP, ganándole las plazas más importantes, y la ultraderecha de Vox pasó de 40.000 votos y ningún diputado a 2,5 millones de votos y 24 diputados.
La independencia de Cataluña es la octava preocupación de los españoles, pero el PP la puso como tema central de discusión en la campaña. Ahora los franquistas de Vox, apoyados por quienes piensan que la ruptura de España es el principal problema del país, le dicen “la derechita cobarde” al PP, por “falta de huevos” frente al independentismo.
En el 2011, las protestas en Cataluña contra el gobierno autonómico de CiU fueron violentísimas. Manifestantes furiosos por los recortes sociales rodearon la Generalitat. El president, Artur Mas, debió ingresar en helicóptero. Los demás miembros de su gabinete lo hicieron entre escupitajos, insultos y lanzamiento de objetos.
Semanas después, CiU, derecha catalana que había gobernado 27 de los 34 años de democracia siendo solamente nacionalista, se proclamó independentista. Asediados de indignación popular y de pique en las encuestas, buscaron un chivo expiatorio para la crisis económica hacia el cual dirigir el malestar: “España nos roba”. En las elecciones generales del 2011, CiU no solo no fue castigado por los electores, sino que pasó de su constante de 10 diputados a la histórica cifra de 16. A partir de entonces, iniciaron el estéril procés hacia la independencia, violando flagrantemente el Estado de derecho y llegando a hacer una declaración unilateral de independencia.
Al final, aparte de no conseguirla, tienen a varios de sus líderes fugados o presos, a la espera de largas condenas de cárcel. Lo que queda de CiU, ahora llamado JxCAT, obtuvo solo 7 diputados el pasado domingo. Y el que siempre fue su rival chiquitico, el izquierdista Esquerra Republicana de Catalunya, al que asumieron como “aliado” en la lucha por la independencia, pasó de 3 diputados en el 2011, a 15.
Contra todo. En el 2014, pretendiendo aprovechar la rabia del movimiento de los indignados, una especie de izquierda académica creó lo que es hoy UP. Descalificaron a toda la clase política llamándola “la casta”, culpable, según su relato, de todos los males del país y dividiendo a la sociedad entre “los de arriba y los de abajo”, con especial inquina hacia el PSOE, el partido dominante de la izquierda española.
A la dolorosamente conquistada democracia española, la calificaron de régimen caduco y corrupto. Ya en el el 2015 quintuplicaron la votación histórica del partido a la izquierda del PSOE y en el 2016 llegaron a 67 escaños. Pero desde entonces empezaron a caer. Su líder, más inteligente que los del PP y de JxCAT, leyó bien uno de los factores del naufragio y rectificó a última hora. Tras ser el rey de la descortesía verbal y los escraches, pasó a ser el moderado y quien llamaba al respeto a los candidatos en los debates.
Tras distinguirse por hablar despectivamente del “régimen del 78” (año de inicio de la democracia española), empezó a blandir la Constitución (que es de ese año) y a presentarse como su auténtico defensor. Después de proclamar en el 2014 que iban a “asaltar los cielos”, este año, notificado por las encuestas, afirmó que lo importante en las elecciones no era ganarlas, sino sumar. Y luego de tener como meta el sorpasso al PSOE, esta vez se concentró en llamar a una coalición de fuerzas progresistas. El pasado domingo les fue fatal: pasaron de 67 a 42 diputados, pero las encuestas adelantaban algo peor.
La estrategia de crispación es una buena táctica pero una pésima estrategia. Permite conseguir victorias a corto plazo, pero suele tener un efecto búmeran. Lo que es peor, un efecto corrosivo sobre el sistema político como un todo. Maravall la relaciona con el hastío con la política.
En España, además, les ha dejado un mapa político con auge creciente, por un lado, de la extrema derecha centralista española y, por el otro, de los nacionalismos e independentismos vascos y catalanes. Por ensuciar el pozo del vecino con el cual tienen bronca, estos imbéciles acaban envenenando el agua de la que todos necesitamos beber.
El autor es abogado.