MARYLAND– El 21 de mayo el Departamento de Estado de EE. UU. anunció un subsidio de $250.000 para “exponer la desinformación sanitaria rusa”, a lo que la embajada rusa en Washington D. C. inmediatamente respondió que Estados Unidos “mostró sus verdaderas intenciones... durante una difícil pandemia”.
Por lo general, no estoy del lado del Kremlin, pero no puedo evitar preguntarme si la rusofobia que se ve en algunos segmentos de las clases política y media estadounidenses no se ha tornado patológica.
Ciertamente, en abril, el Departamento de Estado de EE. UU. advirtió que Rusia, junto con China e Irán, estaban aumentando sus actividades de desinformación en plena crisis de la covid-19. Sin embargo, desde la elección presidencial estadounidense del 2016, los medios dominantes y los demócratas (mi propio partido) se preocupan por Rusia, sucumbiendo a menudo a una auténtica histeria.
Aunque el Kremlin sí interfirió en las elecciones para perjudicar a Hillary Clinton, ayudando en última instancia a Donald Trump, las investigaciones posteriores no encontraron evidencia sobre la clara “colusión” que muchos de los medios estadounidenses dominantes suponían desde hacía mucho tiempo.
Como reconoció el director ejecutivo del New York Times, Dean Baquet, el año pasado durante una reunión interna en la sala de redacción: “Creamos nuestra sala de redacción para cubrir una historia y lo hicimos realmente bien. Ahora, tenemos que reagruparnos y reasignar los recursos y el énfasis para dedicarnos a otra historia”.
En otras palabras, el negocio del New York Times, como el de otras publicaciones dominantes, es el de dar forma a la narrativa.
Como señaló Walter Lippmann —de lectura obligatoria en las escuelas de periodismo estadounidense— hace casi 100 años, alguien tiene que decirle qué pensar al “desconcertado rebaño”.
No quiero con esto sugerir que el presidente ruso Vladimir Putin no tenga que dar ningún tipo de explicaciones. Su Kremlin, efectivamente, intentó socavar las democracias occidentales.
Limitó las libertades civiles en su país, amplió las fuerzas militares y de seguridad rusas, y entró en guerra con Ucrania, Georgia, Bielorrusia y Siria.
Incluso, envió matones al extranjero para amenazar o eliminar a sus opositores políticos, como el exespía ruso Sergéi Skripal, quien a duras penas logró sobrevivir a un intento de asesinato en el Reino Unido en el 2018 (Aleksandr Litvinenko, otro espía díscolo a quien atacaron en el Reino Unido en el 2006, no tuvo tanta suerte).
Pero Estados Unidos también se ha entrometido en los asuntos de otros países, así que el Kremlin siempre puede acusarlo de aplicar una doble moral.
Para Putin, quien no ha olvidado los esfuerzos estadounidenses para imponer el rock y los jeans azules en la Unión Soviética, entrometerse es la única respuesta adecuada para los entrometidos.
Además, cuando Occidente acusa a Rusia de socavar sus democracias, el Kremlin siempre puede decir que no creó los problemas occidentales del racismo o la desigualdad.
Como mostró John Herrman, del New York Times, en agosto del 2016, muchas de las historias hiperpartidistas que se viralizan en Facebook son informadas por medios vinculados al Kremlin, como RT, y se originan en Estados Unidos.
Una historia más reciente en el New York Times sobre la “larga guerra de Putin contra la ciencia estadounidense” señala que “los bombardeos de desinformación (del Kremlin) coincidieron con una caída en las tasas de vacunación de los niños en Estados Unidos y un aumento del sarampión, una enfermedad que en algún momento se consideró erradicada”.
¿En serio? Las teorías conspirativas sobre las vacunas han sido uno de los temas básicos del discurso político estadounidense durante una generación o más.
Cuando se le echan las culpas de todo a Rusia, Putin no tiene motivo alguno para evitar los comportamientos por los que será acusado de todas maneras.
Aunque Rusia desapareció del radar de los medios occidentales durante los primeros meses de la pandemia de la covid-19, ha vuelto a ser el centro de la atención.
Citando a un funcionario estadounidense, Yahoo News informó a principios de abril que “los servicios de inteligencia rusos probablemente estén pendientes de la respuesta estadounidense a la pandemia de la covid-19” para identificar debilidades en la cadena de suministros y otras vulnerabilidades.
¿Debiera esto sorprendernos? El mundo entero ha estado observando la respuesta torpe e irresponsable de Trump, en su mayor parte, con horror.
Los medios occidentales también estuvieron ocupados examinando la experiencia rusa con la pandemia, cuestionando sus aparentemente bajas tasas de contagio y mortalidad.
El 13 de mayo un titular de Bloomberg News declaraba inicialmente “Los expertos se preguntan por qué no murieron más rusos por el coronavirus” antes de que lo cambiaran a “Los expertos cuestionan la información rusa sobre las muertes por covid-19”.
Según las autoridades rusas, la cantidad de muertos al 27 de mayo era 3.968. Entonces, incluso si el Kremlin estuviera reduciendo esas cifras a la mitad, Rusia tendría aproximadamente 7.900 muertes, un quinto de las del Reino Unido, un décimo de las de EE. UU. y menos de la mitad de la cantidad de muertos de la ciudad de Nueva York.
Sin embargo, un artículo del 24 de mayo en Politico Europe explica sin lugar a dudas “Por qué es tan terrible la crisis rusa por el coronavirus”.
Por supuesto, otros en EE. UU. pusieron la mira en China. Después de su fracasado intento para convencer al resto del mundo de que la covid-19 debía llamarse “el virus chino”, el gobierno de Trump ha difundido la teoría sin fundamentos de que el agente patógeno fue creado en un laboratorio en Wuhan.
No se preocupen, esta caza de culpables ha sido alegremente informada en Rusia, donde Putin denunció la retórica estadounidense y llamó a la “cooperación mutua”.
Mientras, el vocero de la Comisión Europea, que recientemente acusó a Putin de intentar “socavar la confianza de la gente en las autoridades locales” en Europa, probablemente no esté equivocado, podría acusarse a muchos medios occidentales de hacer lo mismo con Rusia.
Mientras el gobierno de Trump y los republicanos del Congreso buscan culpar a China por la pandemia, debieran considerar las experiencias de los propios demócratas que se obsesionaron con Rusia.
Atacar indiscriminadamente a Putin porque Clinton perdió las elecciones del 2016 resultó una mala estrategia. El nuevo juego de echar culpas solo fortalecerá la pujante alianza entre China y Rusia.
Crear nuevas sociedades internacionales es una mejor apuesta que la de sembrar animosidad. No soy fanática del expresidente Richard Nixon, pero sospecho que su éxito para aprovechar la división entre la Unión Soviética y China podría ofrecernos lecciones útiles hoy.
Nina L. Khrushcheva: es profesora de asuntos internacionales en The New School. Su último libro (con Jeffrey Tayler) es “In Putin’s Footsteps: Searching for the Soul of an Empire Across Russia’s Eleven Time Zones” (Tras las huellas de Putin: en busca del alma del imperio a través de los once husos horarios de Rusia).
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