Página quince: El sacerdote no es fuente para los tribunales

El confesor puede no absolver mientras no se cumplan ciertas condiciones, como, por ejemplo, entregarse a la Policía cuando se ha cometido un delito, pero violar el sigilo sacramental es motivo de expulsión del estado clerical.

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“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Estas palabras resultarán banales a una persona que no sea creyente, pero para quienes lo somos, implican entrar en un ámbito de vida distinto al ordinario. Así empieza toda misa o sacramento, así empieza una confesión.

Para los católicos, el sacerdote se vuelve un mediador entre Dios y la persona que tiene enfrente. Esta mediación personal, íntima y particular termina en nombre de la Trinidad. Luego de ese cierre, la vida ordinaria asume su lugar de privilegio, no sin antes haber invitado a quien se ha confesado a vivir en paz.

Se trata de símbolos que refieren a una realidad trascendente y superior, que va más allá de lo psicológico o del ordenamiento público. Tanto el que confiesa como el penitente entran en una dimensión nueva, en el ámbito de lo divino. Este es el valor religioso de un acto comunicativo que se fundamenta en una función sacra: tanto el que confiesa como el penitente toman distancia de sí mismos para compartir la experiencia de la fe y el deseo de construir la paz.

Nuestra orden ha recibido el privilegio de ofrecer los confesores en la basílica de San Pedro en el Vaticano. Hay que aclarar que un sacerdote, con credenciales válidas en una diócesis, puede confesar en todo el mundo, menos en esa basílica porque allí se absuelve en nombre del Papa.

Por eso, los confesores tienen que hacer un examen para certificar su idoneidad. En otras palabras, la confesión es un asunto muy serio porque se entra en la conciencia de la persona. En la basílica de San Pedro llegan muchos buscando una solución a sus problemas que no encontrarán en otro lugar.

Un nuevo comienzo. He tenido el honor algunas veces de ser confesor sustituto de uno de nuestros hermanos en el Vaticano, han acudido a mi confesonario personas de muy distintas proveniencias, razas, culturas y ¡hasta de otras religiones! Sí, incluso gente que no es cristiana se acerca solo porque saben una cosa: el ser humano que está allí escuchará con paciencia y misericordia lo que atormenta su interior, dará una palabra de consejo y no condenará. Esa confianza es la base un nuevo comienzo.

En el confesonario se oye de todo, es decir, se conoce la realidad de cada persona de manera radical. Unos se ocultan detrás de la tela porque tienen vergüenza; otros prefieren confesarse cara a cara. Algunos huyen sin ser vistos, otros dan la vuelta para saludar y finalmente se les conoce. He confesado hasta a mi abuela, lo que me dejó algo desconcertado porque era un modelo de fe para mí y una persona con muchísima experiencia de vida.

He confesado amigos, parientes, desconocidos, obispos, algún cardenal y superiores generales de congregaciones. ¡Cuánta necesidad tenemos de encontrar un lugar de misericordia!

Confesar no es “saber” o “conocer” información; es escucha de una conciencia que busca reconstruirse y necesita una respuesta para recomenzar. Por eso, el confesor lo que tiene que comprender es si esa es la intención de quien se confiesa para orientar y sugerir, exhortar y recomponer. Haber iniciado esa apertura en nombre de Dios compromete al confesor con el penitente.

Fuero interno. En efecto, la Iglesia siempre ha hecho la distinción entre el fuero externo de la persona (lo que es objetivamente comprobable) y el fuero interno (lo que se fragua en el corazón y la conciencia de toda persona frente a sí misma y frente a Dios). La confesión y la dirección espiritual entran el fuero interno, lo que exige de parte del confesor o director espiritual el secreto. En el caso de la confesión, violar ese secreto es motivo de expulsión del estado clerical.

La conciencia, por más oscura y negativa que sea, es terreno sagrado porque se pone en juego a la persona que, como individuo, se confía a otro en la experiencia de su propio mal. El objetivo de la confesión es dirigirse hacia Dios y hacia la paz interna, no resolver conflictos emotivos, ni ser fuente de información para un tribunal.

Con todo, si la falta cometida es grave, el confesor puede incluso no absolver mientras no se cumplan ciertas condiciones (como, por ejemplo, entregarse a la Policía cuando se ha cometido un delito, no estar arrepentido de actos orientados a destruir a la otra persona, desistir del propósito de venganza y otras cosas por el estilo).

Confesar es un privilegio porque pocos caminan por las sendas de las conciencias de los otros. Quien puede hacerlo, se da cuenta de cuánto dolor y angustia se sufre por los más variados motivos. Este es el punto central de toda esta práctica eclesial: hay alguien que sufre, aunque sea culpable; hay alguien que necesita ayuda para reencontrar su vida en la autenticidad, aunque haya errado y creado daños terribles. Aquí no se trata de ser un encubridor, sino de tener otra forma para ver el mundo.

Función sacerdotal. Una vez, en un turno de confesión ordinaria en Costa Rica, llegó un señor a confesarse: no había puesto un pie en la Iglesia por 60 años. Llegó a contarle su vida a Dios, confió que haciéndolo conmigo alcanzaría su objetivo. Pero ¿no bastaría con hablar con Dios para recibir su perdón? Claro que sí; sin embargo, somos de carne y necesitamos estar seguros de que Dios nos ha escuchado: esa es la función del sacerdote, reconocer la vida que hay detrás de las acciones, las potencialidades que cada uno tiene y ofrecer la gracia de la absolución en nombre de Dios.

Yo también he sido un penitente, acudo a confesarme cuando siento que mi conciencia no está balanceada porque siento rabia, tristeza, desilusión y otras miles de cosas que me hacen cometer errores e ir en contra de mis mejores intenciones de vida. Ser absuelto tiene un poder singular, de eso no hay duda. Lo he visto en personas que antes de morir se van en paz después de la confesión y la unción de los enfermos. El misterio de la existencia es inmenso, pero lo es más aún el de la confesión.

He visto sonrisas en gente que se creía despreciable, he visto alivio después de años de autoflagelación, he oído gritos de insulto de personas obsesionadas con la propia perfección y que no se pueden perdonar a sí mismas, me he dado cuenta de que la violencia está a la vuelta de la esquina y muchos que se deberían reconciliar se han transformado en verdugos de otros y de sí mismos.

Cuando confieso, busco en mi mente un pasaje bíblico porque sus textos ayudan a comprender la complejidad de la vida; o bien, una oración de san Francisco, en la cual se expresa la inmensidad de la bondad divina. Es interesante la reacción cuando se usan estas cosas: se crea un diálogo. En efecto, la frase “Y la Palabra se hizo carne” al inicio del Evangelio de Juan invita a la cooperación comunicativa, que fortifica un encuentro personal intenso y profundo; al final, el resultado de ese diálogo con Dios será determinado por las subsecuentes interpretaciones del texto bíblico en los corazones de quienes deciden escuchar.

Confesar también es una cruz porque conlleva asumir dentro de sí el dolor de otro ser humano, saber de qué es capaz y actuar con la ternura de Dios que no condena, sino que salva. Sí, el penitente, después de la absolución, no puede ser inculpado por el sacerdote porque Dios le ha garantizado la oportunidad de crecer como persona. Esta es una oportunidad que no depende del confesor, sino que tiene que ser asumida por el que quiere cambiar y ser mejor.

No es juez. No pocos sufrimientos cargan al confesor, cuando se le quiere hacer desistir de su función mediadora, se le puede acusar de encubridor, de facilitador de vicios, de ocultamiento. Sin embargo, hay que estar en el lugar del que ocupa esa función para bien de las personas. De hecho, el confesor no es un recipiente de informaciones, es un actor en el fuero interno de aquellos que necesitan ayuda y confortación.

Por todo ello, confesar también conlleva una gran alegría porque se puede sentir que, sin algún mérito, Dios ha actuado con alguien más valiéndose de nosotros, liberándolo del peso de su culpa. Si bien toda culpa trae consigo consecuencias, incluso legales, el interés del confesor se concentra en el bien del que tiene delante. El confesor no puede juzgar o ponderar las consecuencias del mal causado por el penitente, busca salvar lo más humano de toda persona.

Claro está, no siempre una confesión, y la dinámica que conlleva, es exitosa, muchos factores condicionan al penitente (desde problemas psicológicos o afectivos, hasta situaciones sociales o comunitarias disfuncionales). Ese es otro indicio de cruz: sentir que no se hizo lo suficiente para dar esperanza y razón de vivir. Pero no hay más alegría que experimentar y ver que aquel que se levanta del confesonario puede respirar con confianza y recomenzar a vivir.

frayvictor@me.com

El autor es franciscano conventual.