Un caótico frenesí en un aeropuerto nos habla más del mundo que cualquier otro espacio de encuentro humano. Claro, en el supuesto de que el aeropuerto sea un lugar de encuentro porque hay muchas cosas que nos hablan de desencuentro: la gente viaja sola o en grupos de conocidos, difícilmente interactúa con otros, sea por miedo a invadir o por razones lingüísticas. Lo cierto es que todos nos vemos y las miradas curiosas nos escudriñan por doquier, así como las nuestras observan atentas a los demás.
Los niños, sin embargo, tienen otra actitud, nacidos en un mundo urbano, lleno de gente, están acostumbrados a que los otros sean parte del paisaje. Se interactúa con ellos o se les ignora, así de simples son. Es bello el encuentro, pero es fugaz en el aeropuerto. Un rostro y una historia detrás de él nos pasan al lado y tal vez no sabremos más de aquella persona. En el aeropuerto, somos anónimos en todo el sentido de la palabra.
Todos nos sentimos necesitados en el aeropuerto porque, si bien sabemos cómo funciona, nos falta la calidez de la cercanía y de la conversación. Y, en la incertidumbre, hay que descubrir el código de la comunicación para comprender cómo funciona cada uno de los aeropuertos, y tal vez mantengamos la esperanza de que algo nos haga cercanos a alguno. Con todo, no es fácil comunicarse porque las diferencias parecen crecer exponencialmente en el aeropuerto y en los aviones. No queremos ser un problema para los otros, pero eso significa aislamiento y soledad.
El aeropuerto se puede comparar a las sociedades actuales, es tal vez su mejor símbolo. En efecto, todos buscamos destinos diferentes, pero somos dirigidos de manera intencional por personas que no conocemos y, sin embargo, mantienen el control de nuestras vidas y destinos. No es extraño que todos los caminos del aeropuerto confluyan en el área de servicios (sobre todo en las tiendas). Es cierto que hay necesidad de alimentarse; mas ¿qué es lo que buscamos en realidad?
Anonimato. Por otra parte, los diversos rostros, los vestidos, la forma de actuar y las lenguas, nos hablan de culturas y mundos distintos, que se encuentran de manera casual, pero no menos significativa. El encuentro es una oportunidad, no obstante, las diferencias son tan sustanciales que permanecemos en la distancia y el anonimato. Sí, el anonimato nos salva de una relación que puede ser complicada y conflictiva. Pero no menos real y directa.
Ese es nuestro mundo: las relaciones son canalizadas, dejaron de ser espontáneas. Tenemos miedo a lo desconocido, cuando eso representa la oportunidad del crecimiento personal. Uno está en el aeropuerto y ve pasar la gente, cada uno de ellos tiene una historia que merece ser contada. La realidad es que nos escondemos. Es como si tuviéramos que estar a oscuras para no ser reconocidos y contar lo que nos hace humanos. Nos tenemos miedo porque nos vemos más como problemas de socialización que como posibilidad de amistad.
Las direcciones y los rótulos del aeropuerto nos ayudan a encontrar el avión siguiente; sin embargo, nos esconden una realidad omnipresente: la tentación del consumo desenfrenado. Es como si allí todos fuéramos iguales, con igual capacidad adquisitiva. La verdad es otra porque no es cierto que todo esté a nuestro alcance, a no ser por la fantasía del crédito de las tarjetas que nos hacen pagar facturas imposibles. Sí, nos sentimos necesitados también porque se crea un mundo ficticio alrededor de nosotros que nos señala como personajes de un mundo ideal.
Diversidad humana. Tal vez la cosa más bella de un aeropuerto sea ver la diversidad humana porque en ella nos descubrimos por lo que somos. No solo en los vestidos, sino en las lenguas, en las expresiones religiosas, en el comportamiento y en las selecciones alimentarias. No somos iguales, la historia nos marca con señales evidentes que nos distinguen y caracterizan. Lo que resulta una lástima es la falta de interacción porque, queramos o no, el aeropuerto es solo un puente de pasaje, un lugar de encuentros efímeros.
La palabra “puente” puede tener, con todo, una acepción distinta, que nos demuestra el potencial humano desperdiciado: es un vínculo que une lugares separados por barreras naturales. ¿Qué es lo “natural” en la historia humana? ¿Cuáles son las barreras que nos distancian? Al fin y al cabo, cuando el aeropuerto pone al descubierto nuestra fragilidad, anhelamos crear espacios de comunión. Lo sentimos en el alma porque nadie quiere estar solo. Preferimos soportar las horas que nos separan de nuestro ámbito natural (o comprado con anterioridad) que correr el riesgo de la comunicación. Y es aquí donde el mundo y el aeropuerto se asemejan, hasta casi confundirse con reflejos de un espejo.
Compañía y soledad es uno de los binomios más característicos del mundo en el que vivimos. Nunca como ahora las grandes ciudades han surgido, pero nos fragmentamos en pequeños pedazos de relaciones que, cada día más, nos separan de aquello que se llamaba el “ámbito político”: el mundo del encuentro, de la discusión y de la resolución de conflictos. En el aeropuerto hay instrucciones, que intentamos descifrar para sobrevivir; en la vida cotidiana la misma lógica se nos impone, pero con un mordaz cinismo que exaspera.
Al menos en el aeropuerto sabemos que partimos de un lugar y tenemos que llegar a otro, lo cual no sucede en la vida de todos los días porque las instrucciones nos hablan de obligaciones para obtener la recompensa del salario, y el rumbo por el cual nos dirigimos muchas veces parece ignoto.
Instrucciones para vivir. Es así como la imagen del aeropuerto y la sociedad se disocian. Es cierto que somos nosotros quienes hemos tomado la decisión de viajar y de estar en un lugar diferente, por eso el aeropuerto nos es útil. En la vida de nuestras sociedades hay muchas direcciones que escogen otros, que se nos imponen como necesarias y que no parten de una decisión personal. Seguimos instrucciones en el aeropuerto para llegar a un destino, ¿qué instrucciones en la vida social nos llevan al destino pretendido por nosotros?
Hay quienes se adaptan a la situación y simplemente se dejan llevar para obtener lo que se promete (quién lo promete es otro problema), pero como pasa frecuentemente, esos compromisos parecen efímeros en una sociedad que cambia continuamente, jaloneada por los más intrincados intereses y poderes. A veces, sin embargo, el aeropuerto se parece a nuestras sociedades, como cuando nos cambian la puerta de embarque, no sale el avión, han sobrevendido el vuelo o simplemente una huelga o la caída financiera de la empresa suscita la anulación de todo lo planeado. Ni que decir de los cambios del tiempo que obligan a cancelar toda posibilidad de viaje (por no decir que no es cierto que siempre las compañías nos pagan los costos de nuestra permanencia obligada).
LEA MÁS: Página quince: El sacerdote no es fuente para los tribunales
El aeropuerto es como una especie de termómetro para nuestras sociedades “globalizadas”. Allí nos damos cuenta de que los jóvenes se visten de la misma forma en todas partes, que los viejos consumimos lo mismo, que el propio interés se impone al bien común y que tenemos miedo a una comunicación asertiva.
Si comparásemos al aeropuerto con la democracia, ¿encontraríamos algo de similar o de diverso? Es difícil decirlo porque la democracia como sistema de organización en las sociedades occidentales tiene una identidad híbrida. En ese sentido, es como un aeropuerto, puesto que las reglas comunes “pretenden” respetar las diversidades, pero “imponen” una lógica que resulte funcional a sus propósitos. El problema estriba en el “engaño comunicativo”: ¿Qué es más importante: la persona o el propósito institucional? En el discurso actual, defendido en muchos niveles, obviamente se respondería “la persona”. La realidad, sin duda, es totalmente diversa. He aquí el gran dilema de nuestro tiempo.
Vamos al aeropuerto para viajar, ¿para qué vivimos en nuestras sociedades? ¿Para qué mantenemos determinadas instituciones? ¿Cuáles son los valores que pueden hacer confluir las voluntades individuales y la creación de modos de convivir en común? En el aeropuerto se puede ser gentil o indiferente, no importa mucho, es solo un momento de la vida. En la sociedad, pasa todo lo contrario: allí se juega el sentido de nuestra existencia.
El autor es franciscano conventual.