Hace unos 30 años, el gran jurista italiano Norberto Bobbio dijo, con gran lucidez, que la democracia se caracteriza por ser “el gobierno del poder público en público”, por lo cual “un Estado tiene mayor o menor democracia según sea la extensión del poder visible respecto del invisible”.
En la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789, se reconoció la indiscutible relación entre control y transparencia en el artículo 15: “La sociedad tiene el derecho de pedir a todo agente público cuentas de su administración”.
Por eso, los principios de transparencia y publicidad integran el núcleo esencial del moderno Estado social y democrático de derecho, ya que contribuyen a consolidar y legitimar el régimen democrático de gobierno.
El concepto de democracia sirve de fundamento a tales principios. Se trata, en consecuencia, de una unidad inescindible y recíproca, pues, como decía Paolo Barile, “no puede ejercerse una verdadera democracia sin transparencia y a la inversa”.
Reafirmación. Aunque los dos principios están implícitos en la noción del Estado democrático de derecho, en nuestro ordenamiento se incluyeron en el artículo 11 de la Constitución, en la reforma del 2000: “La Administración Pública, en sentido amplio, estará sometida a un procedimiento de evaluación de resultados y rendición de cuentas, con la consecuente responsabilidad personal para los funcionarios en el cumplimiento de sus deberes. La ley señalará los medios para que este control de resultados y rendición de cuentas opere como un sistema que cubra todas las instituciones públicas”.
El fundamento doctrinal de transparencia y publicidad subyace en las ideas de legitimidad democrática en el ejercicio del poder público y de la soberanía.
En efecto, la transparencia es una manifestación del principio democrático de publicidad. Por ello, la transparencia es un presupuesto ineludible para hacer posible que todos los poderes emanen del pueblo.
En el ejercicio de su soberanía, el pueblo tiene el derecho fundamental a ser informado de la actividad desplegada por los entes y funcionarios, puesto que los sujetos que los legitiman deben fiscalizar y controlar la forma como esos empleados públicos, simples depositarios del poder, lo ejercitan en nombre de ellos.
Control ciudadano. En una democracia consolidada, como la costarricense, basada en la existencia de una robusta y vigilante opinión pública, el derecho de los ciudadanos a saber lo que hacen los funcionarios en el ejercicio de sus cargos cumple un papel fundamental, pues les permite ejercer un control para verificar la legalidad, oportunidad y moralidad de las actuaciones de los segundos.
De lo anterior se deriva la estrecha relación, en un Estado democrático de derecho, entre los principios de transparencia y publicidad, y el de participación.
El conocimiento de la labor que llevan a cabo los funcionarios impulsa a los ciudadanos a participar de manera más directa, activa y acertada en el manejo de los asuntos públicos.
Por otra parte, es evidente que el derecho de participación en el manejo y discusión de tales asuntos constituye una forma de ejercicio de la soberanía que reside en el pueblo.
La Sala Constitucional ha dicho que toda la actividad del funcionario “es evidentemente de interés público, no solo en buena lógica, sino por propia definición del artículo 113 de la Ley General de la Administración Pública, ya que el desempeño de sus funciones debe estar encaminado primordialmente a la satisfacción de aquel y en cuanto se separe de esa finalidad —que lo envuelve como tal— estaría faltando a lo que constituye la esencia de su función… Conlleva, pues... el derecho que tiene todo administrado de obtener información en cuanto se refiere a la actividad del funcionario, de sus emolumentos y de la forma en que se administran los fondos públicos en general y la obligación del servidor público de rendirlos a la comunidad —y a cualquier ciudadano como representante de aquella— de quien el funcionario depende” (voto 249- 91).
Desacato. Desgraciadamente, estos principios de transparencia y publicidad, que deben estar presentes en la actuación de los funcionarios, no son acatados ni en la praxis legislativa ni en la administrativa, con raras excepciones.
Por lo general, salvo casos en que por mandato constitucional o legal expreso el funcionario se ve obligado a rendir periódicamente informes de labores, no existe la cultura de rendir cuentas de manera voluntaria.
La corrupción en el ámbito público surge precisamente cuando existe opacidad en el ejercicio de la función pública. Puede concluirse, entonces, que la legitimidad del Estado es incompatible con la corrupción.
En síntesis, un Estado será legítimo en la medida en que sus funcionarios actúen con transparencia y rindan permanentemente cuenta de sus actos, pues ese es el mejor antídoto para desterrar la corrupción gubernamental.
El autor es abogado.