Página quince: El final de la diplomacia liberal

Aunque el presidente Joe Biden no se equivoca en su rechazo a muchos aspectos de la tóxica presidencia de Trump, también hay unos pocos logros que debería proteger

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TEL AVIV– El 11 de diciembre, el entonces presidente Donald Trump proclamó que Estados Unidos iba a reconocer la soberanía de Marruecos sobre el disputado Sahara Occidental, una evidente recompensa por la decisión marroquí de establecer relaciones diplomáticas con Israel.

La medida fue denunciada de inmediato como una violación palmaria de normas diplomáticas. Pero con su manera simplista de encarar conflictos prolongados, Trump puso en evidencia, sin proponérselo, que el emperador (el modelo diplomático habitual) está desnudo.

Es verdad que Trump también salió a la escena internacional sin ropa, como cuando afirmó que había logrado un importante avance con Corea del Norte o proclamó la inverosímil «propuesta de paz» de su gobierno para Oriente Próximo. Pero ninguno de los dirigentes (en Estados Unidos y en otros países) que lo intentaron antes pudo resolver estos conflictos, por más que hayan adherido a las normas sagradas de la diplomacia.

Esas normas son inseparables del orden mundial liberal surgido después de la Segunda Guerra Mundial. Un ejemplo de la diplomacia liberal es la doctrina de «responsabilidad de proteger», aprobada en forma unánime por la Asamblea General de las Naciones Unidas en el 2005, por la que el mundo se compromete a proteger a las poblaciones contra genocidios, crímenes de guerra, limpiezas étnicas y crímenes contra la humanidad.

Sin embargo, esta idea viene de mal en peor hace dos décadas. En Libia —primer caso de una intervención militar autorizada por el Consejo de Seguridad de la ONU según el principio de responsabilidad de proteger—, los enviados de la ONU van y vienen, pero el futuro del país lo deciden potencias extranjeras que actúan en forma unilateral.

Después de eso, la parálisis en el Consejo llevó a que la doctrina no haya vuelto a invocarse para justificar ninguna intervención militar, a pesar de varios casos notables de atrocidades a gran escala cometidas por diversos gobiernos contra sus propias poblaciones.

Los reiterados fracasos del sistema colectivo de seguridad de la ONU pueden atribuirse, en parte, al retroceso del orden mundial liberal mismo.

Ya mucho antes de Trump, Estados Unidos se mostraba más renuente a actuar como garante del orden (el presidente Barack Obama prometió que en la intervención en Libia su país asumiría un «liderazgo desde la retaguardia»). A esto hay que sumar el agresivo revisionismo de Rusia, el abandono chino del «ascenso pacífico» y una Unión Europea absorta en su propia supervivencia.

Pero muchos de los mayores retos diplomáticos del mundo (desde el conflicto entre israelíes y palestinos hasta la disputa por el Sahara Occidental) son anteriores a estos factores.

La diplomacia liberal no pudo resolverlos ni en su mejor hora, en particular por la tendencia que mostró a tratar el arte de gobierno como un arte expresivo, desconectado de la siempre cambiante realidad.

Piénsese en el conflicto por el Sahara Occidental, la disputa territorial más vieja de África. En 1975, con España dispuesta a ceder el control del territorio, la Corte Internacional de Justicia rechazó el reclamo marroquí de soberanía y dictó el derecho a la autodeterminación de la población local saharaui. Pero Marruecos procedió enseguida a invadir y anexar el territorio.

Desde entonces la situación ha cambiado en forma drástica. El Sahara Occidental es uno de los territorios con menor densidad poblacional del mundo; en 1975 había apenas unos 70.000 habitantes, y puede que hoy haya unos 550.000, en un área de la mitad del tamaño de España. Dos tercios de la población son marroquíes, que ingresaron en grandes números después de la anexión.

En este contexto, la aplicación de la autodeterminación al Sahara Occidental es dudosa. Una idea más adecuada, conforme a la realidad en el terreno, sería otorgar al Sahara Occidental autonomía dentro del Reino de Marruecos, que es exactamente el plan avalado por Trump. (En el 2013, Obama apoyó esta misma idea en una declaración conjunta con el rey Mohamed VI de Marruecos).

Buscar el control político de un territorio ocupado mediante cambios en su composición demográfica no es nada nuevo. Unos 600.000 israelíes viven hoy en Cisjordania, junto con 2.750.000 palestinos; Irán viene repoblando vastas áreas de Siria con musulmanes shiitas; y casi 46 años después de la invasión turca del norte de Chipre, cerca de la mitad de la población del territorio está formada por colonos venidos de Turquía continental.

No se puede avalar estas acciones, pero tampoco sirve de nada ignorarlas. Cuando los actores se encuentran en un limbo diplomático por mucho tiempo, desestimar el equilibrio real de poder o la duración del conflicto perpetúa un fait accompli que favorece a la parte más fuerte.

Esto se aplica tanto a la disputa Marruecos‑Sahara Occidental como al conflicto entre israelíes y palestinos, donde la obsesión con el engañoso paradigma de dos Estados hizo prácticamente imposible alcanzar la paz.

De hecho, los Estados árabes que rechazaron acuerdos con Israel en general terminaron perdiendo. Fue el caso de los palestinos en por lo menos dos ocasiones. Siria se perjudicó al no aceptar la oferta israelí del 2000 de devolver los Altos del Golán, ya que en el 2019 el gobierno de Trump reconoció oficialmente la soberanía israelí sobre el área.

Aunque la decisión de Trump es inaceptable según el derecho internacional (incluso para quien considere justificado el uso israelí de la fuerza durante la Guerra de los Seis Días en 1967), es innegable que la hizo posible la larga incapacidad de la diplomacia liberal para hallar una solución antes. Y se inscribe en una pauta de anexiones unilaterales más amplia.

Por ejemplo, la reciente erupción del viejo conflicto entre Armenia y Azerbaiyán por el enclave de Nagorno Karabaj terminó con un acuerdo mediado por Rusia, que legitima la anexión azerí de una importante proporción del territorio. Para hacerlo valer, Rusia envió fuerzas de mantenimiento de paz propias; la ONU brilló por su ausencia.

A Trump se le pueden criticar muchas cosas, en el ámbito de la diplomacia y en otros. Pero el hecho es que en muchos de los conflictos más viejos del mundo, las normas diplomáticas que incumplió Trump no estaban dando resultados. Y por imprudentes que fueran muchas de sus acciones, bien puede ser que hayan producido avances en conflictos aparentemente inmanejables (entre los que se destaca el conflicto secular entre árabes e israelíes).

Al fin y al cabo, Trump consiguió que Marruecos, Baréin, los Emiratos Árabes Unidos y Sudán se sumaran a Egipto y Jordania y normalizaran relaciones con Israel. (A Indonesia le ofreció una suma cuantiosa en asistencia si hacía lo mismo, pero este país rechazó la propuesta).

Trump también medió un acuerdo de paz entre Estados árabes del Golfo rivales con el objetivo de contrarrestar el acercamiento de Catar a Irán y Turquía.

Aunque el presidente Joe Biden no se equivoca en su rechazo a muchos aspectos de la tóxica presidencia de Trump, también hay unos pocos logros que debería proteger.

En cuanto a la diplomacia liberal, para revitalizarla, es esencial una alianza transatlántica fortalecida, con una Unión Europea mucho más unida y provista del poder duro del que ahora carece.

Shlomo Ben Ami: ex ministro israelí de Asuntos Exteriores, es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz y autor del libro «Cicatrices de guerra, heridas de paz: la tragedia árabe-israelí».

© Project Syndicate 1995–2021