Un cuadro regional convulso e inestable cierra el 2019. El crecimiento económico es anémico: un 0,1 % es el promedio regional; el ambiente social está crispado y poblado de estallidos sociales (Haití, Honduras, Ecuador, Chile y Colombia); el choque de poderes en Perú llevó al cierre del Congreso y a una elección de nuevos miembros que tendrá lugar el 26 de enero; el fraude electoral en Bolivia forzó la renuncia de Evo Morales y la repetición de las elecciones; y las dos principales crisis —Venezuela y Nicaragua— siguen sin resolverse, lo cual genera grave sufrimiento a sus pueblos y agrava el drama migratorio.
La pobreza volvió a aumentar (30,8 %) y la reducción de la desigualdad se estancó, según la Cepal. Hay una profunda molestia con la política y se desconfía de las élites, debido a la falta de resultados y a las promesas incumplidas, cuyos resultados, en un gran número de países, son presidentes débiles y crisis de gobernabilidad.
Este año marca, asimismo, el fin del superciclo electoral: una maratón de 15 elecciones presidenciales que tuvieron lugar en América Latina durante el período 2017-2019; seis de las cuales se celebraron en el 2019: tres en América Central (El Salvador, Panamá y Guatemala) y tres en América del Sur (Argentina, Uruguay y Bolivia; esta última anulada y recalendarizada para el primer semestre del 2020).
Nuevo escenario regional. América Latina emerge del superciclo electoral con más heterogeneidad ideológica y sin una tendencia dominante. La región no es la misma de hace una década, cuando estuvo dominada por la centroizquierda o la izquierda del ALBA (sobre todo Suramérica). Pero tampoco es una región donde se imponen de modo exclusivo los gobiernos de centroderecha o derecha.
Desde el triunfo de Mauricio Macri, en el 2015, seguido por las victorias de Pedro Pablo Kuczynski en Perú, en el 2016; Sebastián Piñera, en Chile, en el 2017; e Iván Duque, en Colombia; Abdo Benítez, en Paraguay; y Jair Bolsonaro, en Brasil, en el 2018, algunos analistas echaron las campanas al vuelo y anunciaron que los gobiernos progresistas estaban acabados y venía un ciclo largo de mandos de derecha y centroderecha.
Empero, los pronósticos no se están cumpliendo, como lo demuestran los triunfos de candidatos de centroizquierda, entre ellos, Andrés Manuel López Obrador, en México (2018); Laurentino Cortizo, en Panamá (2019); y Alberto Fernández, en Argentina, el 27 de octubre.
Lo que sí se percibe es un claro voto castigo, para los partidos oficiales, en las urnas, acompañado de un fuerte reclamo a los gobiernos en las calles. Son los oficialismos, con independencia del signo ideológico, los que la están pasando mal.
En efecto, de las 15 elecciones celebradas entre el 2017 y el 2019 —14, si excluimos a Bolivia— en 9 hubo alternancia, solo en 3 continuidad (Ecuador, Costa Rica y Paraguay), mientras que en las dos restantes la continuidad fue producto de reelecciones consecutivas en procesos electorales viciados de graves irregularidades (Nicolás Maduro, en Venezuela, y Juan Orlando Hernández, en Honduras).
Como observamos, la reelección consecutiva, a diferencia del pasado, ya no garantiza triunfos. En Argentina, Mauricio Macri fue derrotado en la primera vuelta por Alberto Fernández. En Bolivia, el intento de una nueva reelección de Evo Morales (la tercera consecutiva) y el fraude llevado a cabo el pasado 20 de octubre produjeron una grave crisis poselectoral, que llevó a su renuncia, la anulación de las elecciones, la integración de un nuevo Tribunal Electoral y la convocatoria a otras elecciones, sin la participación de Morales, en el primer semestre del 2020.
Tampoco puede decirse que el triunfo de Fernández en Argentina represente el inicio de un ciclo largo de gobiernos progresistas. Lo vemos en Uruguay, donde tras 15 años de presidencias de centroizquierda del Frente Amplio, hay un viraje hacia la centroderecha.
Es decir, en sentido inverso al de Argentina. Es ilustrativo porque se trata de dos países vecinos, situados en las orillas opuestas del Río de la Plata, que casi de forma simultánea giran en sentido contrario. Lo que tienen en común es que en ambos casos pierden los oficialismos.
Por su parte, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) sale debilitada. Lenin Moreno retiró a Ecuador en agosto del 2018. La presidencia interina boliviana rompió recientemente relaciones con ella e ingresó al Grupo de Lima.
Venezuela y Nicaragua atraviesan serias crisis y fuertes cuestionamientos (internos y externos) con respecto a su legitimidad democrática, tanto de origen como de ejercicio. Y Cuba, pese a darse una nueva Constitución y “elegir” nuevos presidente y primer ministro —a lo largo de este 2019—, sigue siendo un régimen autoritario.
Escenario en el 2020. Existen condiciones para que tengamos un escenario regional igual o incluso más complejo, convulso y volátil que el 2019. Una economía que no crece, combinada con programas de ajuste, falta de resultados, incumplimiento de las promesas de campaña, alta desigualdad y un sistema político deslegitimado es una combinación letal para quienes llevan las riendas de una nación.
Además, la ciudadanía ha perdido la paciencia, es menos tolerante con sus gobernantes, es más exigente de sus derechos y está hiperconectada gracias a las redes sociales. Por todo ello, y a diferencia del pasado reciente, la tendencia prevalente de cara a los próximos años pareciera ser la de presidencias bajo fuertes presiones, acelerado desgaste, gobernabilidad crecientemente compleja y ciclos electorales cortos.
Aguas turbulentas. Los mandatarios elegidos durante el superciclo electoral (11 de los 14 llegan por primera vez a la presidencia) tendrán que concentrar su energía en recuperar la confianza de sus sociedades, aprender a oír mejor a sus ciudadanos y a administrar en un contexto inestable, volátil y de elevada incertidumbre.
Deberán saber responder, asimismo, de manera oportuna, a la mayor presión proveniente de los sectores medios, que demandarán bienes públicos universales de calidad y medidas eficaces en materia de movilidad social.
En caso contrario, como ya hemos observado durante los últimos meses, la frustración y el malestar ciudadanos podrían causar, en un mayor número de países de la región, nuevos estallidos sociales, el divorcio entre políticos y ciudadanía, alta polarización y graves crisis de gobernabilidad.Un cuadro regional convulso e inestable cierra el 2019. El crecimiento económico es anémico: un 0,1 % es el promedio regional; el ambiente social está crispado y poblado de estallidos sociales (Haití, Honduras, Ecuador, Chile y Colombia); el choque de poderes en Perú llevó al cierre del Congreso y a una elección de nuevos miembros que tendrá lugar el 26 de enero; el fraude electoral en Bolivia forzó la renuncia de Evo Morales y la repetición de las elecciones; y las dos principales crisis —Venezuela y Nicaragua— siguen sin resolverse, lo cual genera grave sufrimiento a sus pueblos y agrava el drama migratorio.
La pobreza volvió a aumentar (30,8 %) y la reducción de la desigualdad se estancó, según la Cepal. Hay una profunda molestia con la política y se desconfía de las élites, debido a la falta de resultados y a las promesas incumplidas, cuyos resultados, en un gran número de países, son presidentes débiles y crisis de gobernabilidad.
Este año marca, asimismo, el fin del superciclo electoral: una maratón de 15 elecciones presidenciales que tuvieron lugar en América Latina durante el período 2017-2019; seis de las cuales se celebraron en el 2019: tres en América Central (El Salvador, Panamá y Guatemala) y tres en América del Sur (Argentina, Uruguay y Bolivia; esta última anulada y recalendarizada para el primer semestre del 2020).
Nuevo escenario regional. América Latina emerge del superciclo electoral con más heterogeneidad ideológica y sin una tendencia dominante. La región no es la misma de hace una década, cuando estuvo dominada por la centroizquierda o la izquierda del ALBA (sobre todo Suramérica). Pero tampoco es una región donde se imponen de modo exclusivo los gobiernos de centroderecha o derecha.
Desde el triunfo de Mauricio Macri, en el 2015, seguido por las victorias de Pedro Pablo Kuczynski en Perú, en el 2016; Sebastián Piñera, en Chile, en el 2017; e Iván Duque, en Colombia; Abdo Benítez, en Paraguay; y Jair Bolsonaro, en Brasil, en el 2018, algunos analistas echaron las campanas al vuelo y anunciaron que los gobiernos progresistas estaban acabados y venía un ciclo largo de mandos de derecha y centroderecha.
Empero, los pronósticos no se están cumpliendo, como lo demuestran los triunfos de candidatos de centroizquierda, entre ellos, Andrés Manuel López Obrador, en México (2018); Laurentino Cortizo, en Panamá (2019); y Alberto Fernández, en Argentina, el 27 de octubre.
Lo que sí se percibe es un claro voto castigo, para los partidos oficiales, en las urnas, acompañado de un fuerte reclamo a los gobiernos en las calles. Son los oficialismos, con independencia del signo ideológico, los que la están pasando mal.
En efecto, de las 15 elecciones celebradas entre el 2017 y el 2019 —14, si excluimos a Bolivia— en 9 hubo alternancia, solo en 3 continuidad (Ecuador, Costa Rica y Paraguay), mientras que en las dos restantes la continuidad fue producto de reelecciones consecutivas en procesos electorales viciados de graves irregularidades (Nicolás Maduro, en Venezuela, y Juan Orlando Hernández, en Honduras).
Como observamos, la reelección consecutiva, a diferencia del pasado, ya no garantiza triunfos. En Argentina, Mauricio Macri fue derrotado en la primera vuelta por Alberto Fernández. En Bolivia, el intento de una nueva reelección de Evo Morales (la tercera consecutiva) y el fraude llevado a cabo el pasado 20 de octubre produjeron una grave crisis poselectoral, que llevó a su renuncia, la anulación de las elecciones, la integración de un nuevo Tribunal Electoral y la convocatoria a otras elecciones, sin la participación de Morales, en el primer semestre del 2020.
Tampoco puede decirse que el triunfo de Fernández en Argentina represente el inicio de un ciclo largo de gobiernos progresistas. Lo vemos en Uruguay, donde tras 15 años de presidencias de centroizquierda del Frente Amplio, hay un viraje hacia la centroderecha.
Es decir, en sentido inverso al de Argentina. Es ilustrativo porque se trata de dos países vecinos, situados en las orillas opuestas del Río de la Plata, que casi de forma simultánea giran en sentido contrario. Lo que tienen en común es que en ambos casos pierden los oficialismos.
Por su parte, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) sale debilitada. Lenin Moreno retiró a Ecuador en agosto del 2018. La presidencia interina boliviana rompió recientemente relaciones con ella e ingresó al Grupo de Lima.
Venezuela y Nicaragua atraviesan serias crisis y fuertes cuestionamientos (internos y externos) con respecto a su legitimidad democrática, tanto de origen como de ejercicio. Y Cuba, pese a darse una nueva Constitución y “elegir” nuevos presidente y primer ministro —a lo largo de este 2019—, sigue siendo un régimen autoritario.
Escenario en el 2020. Existen condiciones para que tengamos un escenario regional igual o incluso más complejo, convulso y volátil que el 2019. Una economía que no crece, combinada con programas de ajuste, falta de resultados, incumplimiento de las promesas de campaña, alta desigualdad y un sistema político deslegitimado es una combinación letal para quienes llevan las riendas de una nación.
Además, la ciudadanía ha perdido la paciencia, es menos tolerante con sus gobernantes, es más exigentes de sus derechos y esta hiperconectada gracias a las redes sociales. Por todo ello, y a diferencia del pasado reciente, la tendencia prevalente de cara a los próximos años pareciera ser la de presidencias bajo fuertes presiones, acelerado desgaste, gobernabilidad crecientemente compleja y ciclos electorales cortos.
Aguas turbulentas. Los mandatarios elegidos durante el superciclo electoral (11 de los 14 llegan por primera vez a la presidencia) tendrán que concentrar su energía en recuperar la confianza de sus sociedades, aprender a oír mejor a sus ciudadanos y a administrar en un contexto inestable, volátil y de elevada incertidumbre.
Deberán saber responder, asimismo, de manera oportuna, a la mayor presión proveniente de los sectores medios, que demandarán bienes públicos universales de calidad y medidas eficaces en materia de movilidad social.
En caso contrario, como ya hemos observado durante los últimos meses, la frustración y el malestar ciudadanos podrían causar, en un mayor número de países de la región, nuevos estallidos sociales, el divorcio entre políticos y ciudadanía, alta polarización y graves crisis de gobernabilidad.
El autor es director regional de IDEA Internacional.