Página quince: El chanchito que algunos creen unicornio

No debemos despreciar el peligro de inflación de propuestas de emisión monetaria que superan el 25 % del PIB

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Nos enfrentamos a una crisis inédita. Los peores pronósticos de la semana pasada llegan a parecer sueños idílicos cuando son actualizados.

Nadie sabe a ciencia cierta cuál será el impacto social y económico de la pandemia porque, a diferencia de eventos anteriores, como la Gran Recesión del periodo 2008-2009 o la Gran Depresión de 1929, la actual crisis no se originó en el sistema económico.

La magnitud de los daños dependerá, más que de variables económicas, de cuánto tiempo se mantengan las medidas de confinamiento (en nuestro país y en el resto del mundo, por la necesidad de restablecer los flujos del comercio y el turismo), del tipo de restricciones que permanezcan vigentes y de la duración.

Ante la incertidumbre, algunas personas procuran disfrazar sus ocurrencias de propuestas de política pública, escudadas en la noción de que tiempos desesperados exigen medidas desesperadas, erróneamente inspiradas en el sétimo de los aforismos de Hipócrates: “A enfermedades extremas, remedios heroicos, excelentes y bien administrados”.

Hipócrates nunca pretendió justificar la adopción de medidas descabelladas cuando sobreviniera una situación extraordinaria. A menos que por “heroico” seamos obligados a entender el tipo de manejo irresponsable que hicieron las autoridades del gobierno anterior —el presidente Luis Guillermo Solís, el ministro de Hacienda Helio Fallas y su viceministro Fernando Rodríguez Garro— cuando produjeron el cráter fiscal a finales del 2017.

Aforismo cortado. Por el contrario, Hipócrates promovió siempre la excelencia, como lo evidencia el aforismo citado: remedios heroicos, excelentes y bien administrados.

Lamentablemente, esta última parte, la de la excelencia y buena administración, se queda siempre fuera de las justificaciones de lo injustificable.

En las condiciones actuales de desempleo y capacidad productiva ociosa, hay más riesgo de que la inflación se ubique por debajo del rango meta del Banco Central, que de lo contrario. Pero ello no justifica desdeñar los potenciales efectos inflacionarios de las medidas que se adopten con la excusa de la pandemia.

Política monetaria anticíclica ha existido desde que existen los bancos centrales, y no estoy abogando contra su uso.

En épocas de ralentización de la actividad económica, los bancos centrales tienden a incrementar la oferta monetaria, para lo cual tienen a su disposición muchas herramientas, algunas más tradicionales que otras: reducción de tasas de interés, ajuste de regulaciones macroprudenciales, operaciones de mercado abierto, compra de divisas para fortalecer sus reservas internacionales, etc. Todas han sido y están siendo utilizadas por nuestro Banco Central.

Confiamos en que las autoridades manejarán la política monetaria con prudencia, procurando evitar un brote inflacionario, para cumplir fielmente su principal objetivo, según lo establece la ley orgánica del Banco Central: “Mantener la estabilidad interna y externa de la moneda nacional y asegurar su conversión a otras monedas”.

Gran hendidura. Empezamos a preocuparnos cuando la Asamblea Legislativa introdujo en la Ley 9836, Entrega del Fondo de capitalización laboral a los trabajadores afectados por crisis económica, una reforma inconexa a la ley del Banco Central, que le permite comprar, sin límites temporales ni de monto, títulos de Hacienda en el mercado secundario.

Las autoridades del Banco alegan que es una herramienta de uso común por los bancos centrales cumplidores de las mejores prácticas del mundo, pero omiten referirse a las enormes diferencias que nos separan.

No es lo mismo comprar un treasury o un bund que títulos de la deuda pública costarricense; de hecho, el mercado nos lo recuerda con un spread (diferencial) de varios cientos de puntos base entre unos y otros, reflejando el mayor riesgo-país de Costa Rica.

Tampoco es lo mismo salir de compras en un mercado donde el gobierno es, por mucho, el más grande proveedor de valores transables que en uno donde existe una enorme variedad de emisores.

Cuando la Reserva Federal de los Estados Unidos adquiere títulos del Tesoro o cuando el Banco Central Europeo obtiene bonos del Gobierno alemán, lo hacen como parte de una estrategia de diversificación de cartera y mitigación de riesgos, dentro de una política amplia de inyección de liquidez, en mercados con infinidad de emisores —privados y públicos— de títulos de toda naturaleza, muchos de los cuales también compran.

Estoy seguro de que las autoridades del Banco Central entienden, con creces, esas diferencias, aunque no les convenga hablar de ellas.

La preocupación, sin embargo, alcanza otro nivel cuando el nuevo poder otorgado al Banco Central es tomado por distintos actores —economistas alternativos, políticos oportunistas, analistas desubicados, etc.—como señal de que, en tiempos extraordinarios, todo se vale.

No debemos ignorar la propuesta de Rolando Araya para mitigar los efectos de la crisis: ponernos a extraer cuanto recurso natural exista en el subsuelo, bajo un esquema de monopolio estatal (faltaba más), financiado por —redoble de tambores— emisión monetaria.

Araya no cuantifica la inversión necesaria, pero estima nuestras reservas de oro en $37.500 millones; las de gas y petróleo, hasta en $500.000 millones; y otros minerales, en unos $6.000 millones.

Lo anterior equivale unas nueve veces el PIB anual de Costa Rica. Si hubiera que invertir el 1 % de esa cifra para financiar la explotación, el Banco Central tendría que emitir el equivalente al 9 % del PIB, en dinero inventado.

Tampoco puede faltar la propuesta de Mario Devandas, representante sindical en la Junta Directiva de la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), para que el gobierno emita bonos por ¢2 billones (5,7 % del PIB), que serían adquiridos por el Banco Central mediante emisión monetaria para cancelar la deuda estatal con la Caja.

O la de un colectivo de colegas autodenominado Grupo Economía Pluralista, que le informa al presidente, Carlos Alvarado, en una carta abierta, que “le corresponde al Banco Central apoyar el financiamiento del déficit fiscal y, en particular, el financiamiento de las medidas de emergencia, no solo las que tienen que ver con la parte sanitaria, sino también las destinadas a atenuar el impacto de la recesión”. Hablamos, por lo bajo, de otro 10 % o 12 % del PIB.

Dicen los heroicos pluralistas que “es desde todo punto de vista desatinado traer a colación, en el contexto actual, el fantasma de la inflación”. Para los socialistas y los populistas siempre lo es. Por eso es que terminan generando situaciones como la de Venezuela, hoy, o la de Argentina, tantas veces en las últimas décadas.

Efectos inflacionarios. No es para nada desatinado considerar los potenciales efectos inflacionarios de “poner la maquinita a imprimir billetes”, cuando las propuestas de emisión monetaria que ya circulan en el ambiente “para mitigar los efectos de la pandemia” —las mencionadas y otras que no refiero por falta de espacio— superan con creces el 25 % del PIB.

Esto, en un país donde el saldo de la emisión monetaria promedió un 3 % del PIB el año pasado y el medio circulante, un 8,8 %. Máxime si tomamos nota de que este último ha crecido en casi un billón de colones en los últimos meses, y alcanzó, en el primer trimestre del 2020, un promedio del 11,65 % del PIB proyectado.

En su versión original, el juramento hipocrático ponía a los médicos a hacer la siguiente afirmación: "Fijaré el régimen de los enfermos del modo que les sea más provechoso según mis facultades y mi conocimiento. No accederé a pretensiones que se dirijan a la administración de venenos, ni induciré a nadie sugestiones de tal especie”.

Lastimosamente, los economistas pluralistas y los socialistas cuánticos no se rigen por tan altos principios. Lo que recomiendan, como Donald Trump, es veneno puro.

A menos, por supuesto, que ese banco central al que ven como el chanchito-alcancía tenga las propiedades curativas del unicornio. No es una buena apuesta.

feinzaig@msn.com

El autor es economista.