Con ocasión de la exhibición en Costa Rica de 48 grabados de Rembrandt, en febrero del 2008, escribí algunas líneas que reflejaban mi sentir en torno al arte, ese don que nos define como especie sobre la tierra, y que constituye una de las más poderosas herramientas para la pacificación mundial y el diálogo fecundo entre los pueblos.
Dije en aquella ocasión que siguiendo el hilo del arte se desenreda la madeja de la humanidad y que, a lo largo de milenios, hemos ido de caza con los habitantes de las cuevas de Altamira y hemos recorrido las islas griegas con Homero.
También mencioné que hemos navegado al frente de un navío con La victoria de Samotracia, descifrado acertijos con la esfinge, visto florecer La primavera de Botticelli y hemos bajado a los infiernos con Dante.
Asimismo, apunté que hemos visitado las calles holandesas con Rembrandt y Vermeer, nos hemos estremecido con las notas de Wagner y Brahms, hemos vislumbrado el pensamiento con Rodin y hemos profundizado el pensamiento con James Joyce.
«Nos dividen las lenguas y las fronteras, nos separan las edades y los siglos, pero el arte universal, ese es nuestro pasado común. Ese es nuestro origen compartido», afirmé.
Musas y artistas. En cada uno de los momentos cumbre de la historia del arte, alguna persona, alguna idea, algún sentimiento sirvió de inspiración para que el artista pudiera crear. Y tan indispensable fue el artista como la musa.
En la mitología de la Grecia Antigua, las musas eran nueve diosas que representaban las artes y constituían la inspiración de pintores, escultores, arquitectos, bailarines, músicos y escritores. Sus nombres reflejaban sus virtudes, y eran mujeres de gracia inigualable. Con el tiempo, se dejó de llamar musa exclusivamente a las diosas griegas y se les otorgó ese nombre a las mujeres que inspiraban a los grandes artistas de la historia.
Dante Alighieri escribió sus versos inspirado en su amor platónico por una mujer llamada Beatriz, de la misma forma en que Pablo Neruda encontró una musa en Matilde, su compañera a lo largo de un cuarto de siglo.
Nadie conoce mucho sobre la esposa del mercader florentino que posó con su fría sonrisa para que Leonardo da Vinci produjera la pintura más famosa de la historia, la de la Mona Lisa. Y tampoco sabemos detalles sobre aquella mujer que inspiró a Beethoven a componer su célebre Para Elisa.
Si nos ponemos a pensar, ¿qué sabemos de las musas detrás de obras como La flauta mágica de Mozart, o La bohemia de Puccini; detrás de Tristán e Isolda de Wagner, o la Rapsodia en blue de Gershwin?
Fraternidad. El arte hermana a los hombres, es un poderosísimo agente al servicio de la tercera proclama de la Revolución francesa: la fraternidad. De las tres consignas de la Revolución francesa, esta es a la que menos atención le hemos prestado. Mucho nos han desvelado las nociones de igualdad y libertad —que, por su naturaleza, con frecuencia entran en conflicto—, pero poco nos hemos ocupado de la fraternidad.
Y puede que sea la más importante de las tres. El arte es nuestra patria común, nuestra residencia compartida: todos somos ciudadanos de esa gran república, aun cuando nuestros pasaportes nos asignen diferentes nacionalidades. En el arte nos identificamos, nos reconocemos, nos abrazamos, porque el arte nos revela el rostro del amor.
Un país que solo invierte en su desarrollo científico, tecnológico y económico, e ignora los inagotables tesoros del arte, es un país que marcha rumbo al abismo. Es crucial que nuestros programas educativos den al arte un lugar preeminente en la formación integral del ser humano.
Nietzsche, que pretendía haber matado a Dios, decía que el cristianismo era digno de profundo respeto por el inmensurable volumen de arte que inspiró: pictórico, escultórico, musical, literario, arquitectónico. El arte es tan grande que nos envuelve, nos trasciende, nos atraviesa, nos habita. Es el orgullo, la voz y la identidad de los pueblos.
En esta era, cuando la tecnología tiende a uniformarnos y homogeneizarnos, es al arte al que corresponde preservar nuestra especificidad cultural; es lo que nos permite asentar sólidamente un principio de identidad en un planeta cada vez más globalizado.
Dostoyevski dijo: «La belleza salvará al mundo». Sí, por supuesto que debemos hacer un acto de fe y creer en el poder inmenso del arte para preservar la identidad de cada comunidad humana. La belleza es una vocación que nos interpela íntimamente. A veces susurra, a veces llora, a veces ríe, a veces grita, así es la naturaleza humana, y el arte no podía sino reproducirla, transformada en objeto estético, en nutriente para nuestro espíritu, tan frecuentemente alicaído.
El arte es uno de los pilares más importante de la civilización. Una vida entera consagrada a la política me ha demostrado que, desafortunadamente, esta suele a menudo dividir a los pueblos.
Política. Es inevitable: la política es —podría decirse— una guerra civilizada. Es confrontativa, demanda militancias apasionadas y vehementes. La expresión «contienda electoral» es elocuente: habrá que asumir posiciones y tomar decisiones que nunca, por principio, serán unánimemente acogidas por los pueblos.
Pero el arte, en cambio, es un factor de cohesión social: nos reconcilia, nos armoniza, nos hace vibrar al unísono y nos mueve a deponer todas nuestras diferencias. Por eso, creo en la verdad de la reflexión de Dostoyevski: la belleza es muchísimo más que una grata apariencia. Es una ruta —quizás la más eficaz— hacia esa fraternidad que tan desesperadamente necesitamos.
Cuando los hombres se unen y fundan orquestas, compañías de danza y de teatro e inundan el mundo de belleza. Cuando se distancian, cavan trincheras y se disparan los unos a los otros. Desde lo alto de mis muchos años, puedo ver el horizonte con mayor claridad, y concluyo que el arte es la mejor manera de que los hombres caminen juntos, sosteniéndose mutuamente, y continúen esa fascinante, pero peligrosa aventura que es la historia de la criatura humana sobre el planeta.
El autor es expresidente de la República.