Las sociedades, como los individuos, necesitan absolutos. Es un rasgo psíquico, antropológico de la especie humana. Absolutos en los que se pueda creer absolutamente. Referentes de lo absoluto.
En un mundo vertiginosamente relativo, sufrimos sed de absoluto. Es la razón de ser, y de permanecer, de las religiones. En el mundo de la laicidad republicana que es el nuestro, ese absoluto se incardina en las instituciones del Estado, uno de tantos sucedáneos de Dios. La fe de los costarricenses en el poder judicial, por ejemplo, era hasta hace algunos años poco menos que teológica. Era nuestro último bastión. El capitán, el mástil, el radar, el timón y la bandera del navío.
¿El poder legislativo? Lo sabemos podrido desde hace décadas. ¿El poder ejecutivo? Tenemos conciencia de su disfunción desde hace mucho tiempo. Pero bueno —nos decíamos—, ahí está aún, y siempre, el poder judicial, el garante, administrador y pastor de la noción de justicia. El que vigila que el país esté ejerciendo correctamente su facultad de sindéresis, su discernimiento ético.
Mientras este alminar esté bien resguardado, la fortaleza jamás podrá caer en manos de rufianes, presumíamos, ingenuamente. La sola palabra “magistrado” nos inspiraba un respeto entre supersticioso y conmovedor. Es sin duda saludable que los países crean en sus instituciones. El problema es que las instituciones están hechas de seres humanos, tan corruptibles y venales como cualquiera.
Es cuestión de llegarles al precio del privilegio —todo hombre lo tiene— y caerán como secuoyas taladas aplastando todo cuanto se encuentra en su entorno.
Costa Rica ha perdido su virginidad. Nos hemos quedado sin el último de nuestros absolutos, el más importante de todos.
La decepción que el poder judicial nos ha infligido a todos los costarricenses es un crimen de lesa patria. Nos ha herido de muerte. Esta generación de magistrados tendrá que aceptar el severísimo juicio que la historia les tiene reservado.
El castigo. Nos traicionaron. Traicionaron nuestra fe. Traicionaron a su país. En La divina comedia, Dante les asigna a los traidores el noveno y más atroz círculo del infierno, aquel donde los suplicios son más inimaginables, donde gimen de dolor y de horror los peores traidores de la historia: Judas, Bruto, Ganelon, Fray Alberigo.
Tormentos mil veces peores que los que deben arrostrar los lujuriosos, los avaros, los dispendiosos, los violentos, los codiciosos, los mentirosos.
Dante sabía lo que hacía, y conocía bien a la criatura humana: no hay, en efecto, vileza tan ruin como la traición: a la patria, a la familia, al hermano, al amigo, al esposo o la esposa, a sí mismo. Hizo bien en ubicarlos en el más tenebroso de sus círculos: traicionar la confianza de un ser amado y pretender construir sobre esta infamia la felicidad es, simplemente, la definición pura y perfecta del mal, de la perversidad, de la depravación.
Costa Rica, huérfana de instituciones, traicionada por el poder judicial, carente de líderes y abandonada a la intemperie metafísica, no tiene otra cosa que la Virgen de los Ángeles para depositar su fe, para no caer en el cinismo, el escepticismo, el nihilismo, eso que Max Weber llamaba entzauberung der welt: el desencanto del mundo.
Lo peligroso es que cuando un país no encuentra líderes confiables, carismáticos e intelectualmente vigorosos, se dejará hipnotizar por cualquier flautista de Hamelin, por cualquier loco mesiánico, vociferante, populacherista, ambicioso, psicopático, delirante y pasablemente seductor. Ha ocurrido en muchísimos lugares del mundo, y nosotros no hemos aprendido la lección.
Debilitamiento. Costa Rica, como muchos otros países americanos, atraviesa un período de recesión democrática: los valores democráticos están a la baja en la “bolsa de valores éticos” del mundo.
Las democracias se están debilitando y por doquier van brotando nuevamente las autocracias, floreciendo los megalómanos, los tiranos, los sátrapas, ¡y qué nivel intelectual de sátrapas!
A Chávez lo oí decir que estaba comprobado que la vida humana en Marte se había extinguido a causa del capitalismo y que la humanidad tenía apenas dos mil años de historia. A Maduro, tuvimos que oírle el relato de su experiencia con el pajarito, en el cual, suscribiendo a las atávicas teorías de la reencarnación, la metempsicosis y el animismo, narra la vivencia con el alma de Chávez encarnada en un jilguero que revolotea sin cesar en torno a él.
A Ortega le conté no menos de cinco “hubieron” y “haiga” en un reciente discurso. A Evo Morales lo oí decir palabrotas, tarascadas, soeces denuestos de cantina, y por fin su obra maestra: el Imperio romano fue el responsable de la ruina de Bolivia hasta su providencial llegada al poder.
Por lo que a Trump atañe, con las cosas que todos le hemos oído decir se podría, y quizás debería, elaborar una antología universal del disparate y la imbecilidad. Y por si esto fuera poco, Brasil le inflige al mundo a Jair Bolsonaro, el pirómano de la Amazonia.
Cerca de la muerte. Esos son nuestros líderes, señores y señoras. Las democracias se enferman, amigos, no se autosanan, no se regeneran espontáneamente, no son capaces de autopoiesis (Goodwin, Maturana, Varela), no se renuevan by default.
Hay que prodigarles infinitos cuidados, pastorearlas, irrigarlas, asignarles los más expertos y competentes jardineros del reino. De lo contrario, mueren, y una vez que esto sucede, sobrevienen fenómenos de los que los costarricenses no tenemos la mínima noción ni la más remota idea.
Largas, larguísimas y tormentosas noches políticas, la noche oscura del alma de que hablaba San Juan de la Cruz. How Democracies Die, de Levitsky y Ziblatt, es un libro que debería ser declarado de lectura obligatoria en Costa Rica. ¿Está nuestra democracia cerca de la muerte? Sin duda más que hace cuatro, ocho, doce y dieciséis años.
¿El poder legislativo? Ese no importa: siempre hemos sabido que es un circo, y no precisamente Cirque du Soleil. ¿El entrabamiento operativo del poder ejecutivo? Nada que no ignoremos. Lo que no sospechábamos era el hervidero de pus, gusanos y putrescencia que resultó ser nuestro poder judicial. Eso no lo sabíamos.
¿De qué barrica o escombro flotando en el océano agarrarnos? ¿En quién creer? Todavía hace dos años nuestra confianza en el poder judicial era de un 43 %: el más alto de Latinoamérica (Latinobarómetro 2017), pero hoy el indicador de confianza debe haberse desplomado hasta cero. El problema abarca la totalidad del Estado: los indicadores de confianza de todas nuestras instancias de autoridad se están cayendo a pedazos.
El fenómeno de la criminalización del político ha hecho que los ciudadanos honorables y capaces se abstengan de enfangarse en el pantano. Pero sucede que el pantano no se puede drenar sin sumergirse en él. Yo me siento asustado. Costa Rica está gravemente enferma. Sin rumbo, sin ideas, sin definición, sin líderes, sin entusiasmo, embriagándose en ese “pura vida” que es el narcótico, el aguardiente con que nos enajenamos para no hacerle frente a la realidad. Quien rehúye la crisis tendrá que enfrentarla dos veces.
El autor es pianista y escritor.