Por esos saltos caprichosos de la mente, hace unos pocos días, al ver el macabro espectáculo alrededor del Capitolio, en Washington, de repente me acordé de la obra teatral ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, clásico estadounidense de 1962, por Edward Albee, llevado al cine con Elizabeth Taylor y Richard Burton, entre otros.
En esa creación, dentro un infernal diálogo entre esposos que ya no pueden verse, surge una relación con una canción y relato popular, allá en el norte, sobre un lobo gordo y malo (a big bad wolf).
Parte de lo absurdo (a lo Ionesco, con su Cantante calva) es que el astuto Albee, como quien dice sin querer queriendo, en vez de evocar directamente ese ritornelo conocido, en forma lateral alude a la famosa escritora Virginia Woolf, con apellido parecido.
En paralelo, en los últimos cuatro años, de diversos modos, el nombre del ahora expresidente de Estados Unidos también lo fui relacionando con un lobo feroz.
Estaba de salida y ya Twitter y otras poderosas redes sociales le habían quitado oxígeno. Pero realmente me asustó más el entorno, revelado recién: en muchos de sus seguidores, más allá de ideología, subyacen tantos vicios como el del patán «patriota», pero sobre todo vulgarote, que se apropió del escritorio de Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes.
Por sus actos lo conoceréis, no es sino un ladrón y, por tanto, debe tener su merecido; de la misma funcionaria, a otro se le ocurrió llevarse su atril: ¡A la cárcel también!
Defensa con decencia. En la macabra manifestación, también vimos al fracasado actor, vendedor de teorías apocalípticas, demente con cuernos de celta extraviado. Que le den una buena bañada, de cuerpo y mente. Defendamos el pensamiento político que nos parezca, pero con argumentos y decencia.
Aquellos centenares de imberbes y degenerados que saltaron rejas, amenazaron policías desbordados y a la larga causaron cinco muertes demostraron algo aún más espantoso.
Fuera de famosas universidades y las consabidas excepciones, al norte del río Bravo, ¡qué mal andan en educación en general, en conocimiento de su propia historia heroica y en simple educación cívica!
Aparte, cuatro gramos de moral les harían mejor que igual cantidad de la hierbita promulgada por su poeta Walt Whitman.
Vaya, qué degradante degeneración, del asalto a la Bastilla (¡lucha económica por el pan!) a la falta de educación de esa chusma en el Capitolio.
De momento no me desvela la presencia en nuestras tablas y teclados ni de Albee ni de su Virginia, sino que en representación teatral callejera —real— me vinieron a corroborar un decadente espectáculo.
A lo Shakespeare podemos proclamar que algo, qué digo, mucho resulta podrido, no en su Dinamarca de marco reflexivo, sino en esa, todavía en alto grado capital del mundo, al lado del Potomac. Viva el teatro, el de los grandes, como el de Albee, que a nosotros sigue abriéndonos los ojos.
Conociendo yo bastante ese país y su lengua (hasta habiendo estudiado algo en la magnífica biblioteca en Princeton), con tristeza y horror se me cayeron del pedestal.
Todo ello revela una sociedad y una manera de ser enfermas. ¿Nos contagiamos o contagiaremos también de eso, a escala local? La covid-19, aquí, está de algún modo bajo control, pero…
El autor es educador.