Hace unos días, al regresar a mi casa, fui literalmente absorbido por un desfile que, apenas al empezar la noche, recorría las calles principales de Alajuela. Con enormes banderas rojinegras, cientos de personas celebraban el centenario de la Liga Deportiva Alajuelense (LDA).
Por un momento, me sentí transportado a inicios de la década de los treinta, cuando por esas mismas calles los comunistas alajuelenses desfilaron alegremente, encabezados por Carmen Lyra, Luisa González y Lilia Ramos.
Aunque entre las banderas de entonces y las de ahora solo había un color de más, los cánticos liguistas de esa noche aceleraron el flujo de sangre rojinegra que corre por mis venas y me devolvieron a la época en que descubrí el fútbol.
Familia. En mi casa, raramente se hablaba de asuntos futbolísticos. A mí papá y a mi mamá les gustaba el fútbol, pero el que se jugaba cuando eran jóvenes, es decir, el de las décadas de los veinte y de los treinta, no el de los sesenta.
A mi hermano, en cambio, el fútbol no le interesaba, una actitud que, sin dudas, ni claudicaciones, ha mantenido hasta hoy. A mis hermanas, dicho deporte les era completamente indiferente.
Tal desinterés futbolístico no dejaba de ser sorprendente, máxime que una de mis tías, por el lado materno, estaba casada con Salvador Soto, Buroy, estrella liguista y compañero del también legendario Alejandro Morera. Además, uno de mis primos, por el lado paterno, laboraba en la LDA.
De las hazañas deportivas de Soto y Morera, oí hablar a mi mamá algunas veces, sobre todo, de la brillante carrera de Buroy, de sus experiencias cuando jugó en Cuba y de su amistad con Rafael Ángel Calderón Guardia.
A Morera lo veía de vez en cuando por Alajuela, pero lo conocí oficialmente en julio de 1972, en el matrimonio de una de las hijas de Buroy. Por entonces, yo estaba en sexto grado y ya era virulentamente liguista.
Tiquete. Inicialmente, el fútbol a mí tampoco me interesaba. Cuando ingresé a la escuela, en 1967, mis aficiones eran los cómics y el cine. Precisamente por eso, el domingo era un día sagrado. Alrededor del mediodía, ya estaba en el parque central de Alajuela listo para comprar, vender y cambiar revistas de caricaturas, mientras esperaba la tanda de una o la de 3:30 de la tarde en el cine Milán.
Todo eso cambió, en algún momento, hacia julio o agosto de 1970. Con el propósito de crear los aficionados del futuro, la LDA empezó a repartir en las escuelas de Alajuela medias entradas para los partidos del domingo, las cuales las maestras distribuían después entre los estudiantes que se habían destacado durante la semana.
Fue así como un día, después de terminada la clase, la maestra me llamó aparte y me dijo que por mis méritos semanales me había ganado media entrada para asistir el siguiente domingo a un partido de la LDA. A diferencia de Charlie Bucket, cuyo corazón dejó de latir brevemente cuando encontró el tiquete dorado para visitar la fábrica de chocolate de Willy Wonka, el mío no se detuvo cuando recibí ese boleto.
Puesto que asistir al estadio suponía romper con mi establecida rutina dominguera, mi primer pensamiento fue vender la media entrada y utilizar el dinero para capitalizar mi pyme de cómics.
No obstante, luego de considerar largamente los pros y los contras, decidí ir al estadio y así fue como, en una luminosa mañana de domingo, vi jugar a aquella LDA que en 1970 hizo una de las mejores campañas de toda su historia. Por entonces, alineaba, entre otros, a Emilio Sagot en el arco, a Walter Elizondo y Alfonso Estupiñán en la defensa, a Juan José Gámez en la media cancha y a Errol Daniels en la delantera.
Aficionado. Después de algunas medias entradas adicionales y varios partidos más, no solo me convertí, a mis nueve años, en un liguista aficionado al fútbol, sino que también empecé a practicar sistemáticamente tal deporte, como consta en los archivos históricos del parque Palmares.
A partir de ese momento, asistí, siempre que pude, a los partidos de la LDA e iba a observar religiosamente los entrenamientos del equipo; y cuando los juegos no eran en Alajuela, los escuchaba por radio (en esa época, los partidos rara vez los transmitía la televisión).
Por alrededor de unos tres años, los resultados obtenidos por la LDA adquirieron una dimensión fundamental en mi vida, al tiempo que mis círculos de amigos y conocidos se ampliaban con la incorporación de camaradas de corazón rojinegro.
Distanciamiento. Tras ingresar al Instituto de Alajuela, en 1973, tanto mi liguismo como mi fiebre futbolística empezaron a atenuarse. Ese cambio se debió a que mi afición por el cine y mi gusto por la literatura se intensificaron y diversificaron, pero también al descubrimiento de nuevos intereses, como la música. En algún momento, la guitarra le ganó el partido al balón de fútbol.
La LDA, sin embargo, nunca dejó de estar cerca. En el colegio, tuve de compañeros a varias promesas liguistas que luego se convirtieron en destacados jugadores de fútbol. De mis dos sobrinos mayores, a quienes empecé a llevar al estadio hacia finales de la década de los setenta, uno se hizo rojinegro; el otro se volvió saprissista.
Poco después, cuando empecé a dar clases en la Universidad de Costa Rica y en la Universidad Nacional, tuve de alumnos a algunos jugadores de la LDA, a quienes nunca les dije que, al igual que ellos, yo —por lo menos una vez y por unos pocos minutos— había jugado en la gramilla del Estadio Alejandro Morera Soto.
Vecina. Sin duda, el centenario de la LDA tiene por trasfondo un pasado decisivamente futbolístico, pero es parte de un fenómeno cultural mucho más amplio. Victorias, derrotas y empates se entrecruzan, directa o indirectamente, y de manera cercana o distante, con la vida cotidiana y las identidades locales.
Basta con agitar un poco las memorias familiares para que, por diversas vías y de formas inesperadas, empiecen a manifestarse, en los recuerdos de las experiencias compartidas, profundas y sorprendentes conexiones rojinegras.
Para los liguistas de Alajuela, la LDA, al igual que Juan Santamaría y Carlos Luis Fallas, es una vecina más, que todavía recorre los viejos barrios alajuelenses y conoce a cada quien por su nombre y por su apodo.
El autor es historiador.