Página quince: Auschwitz en Jerusalén

La lucha mundial contra el antisemitismo necesita una nueva narrativa para el mundo del siglo XXI.

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BERLÍN– Dos sentimientos sobrevolaron este año la conmemoración de la liberación de Auschwitz en Yad Vashem, el centro en memoria del Holocausto en Jerusalén; dos impulsos contradictorios que subyacen a la creación del Estado Judío: el cosmopolitismo y el nacionalismo.

Este aniversario estuvo marcado por un contrapunto entre ambas perspectivas, reflejado en las declaraciones de los funcionarios que asistieron y en las objeciones de los que no estuvieron.

En la apertura de la ceremonia, el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, dio la pauta de lo que vendría a continuación. Describió a Auschwitz como “un abismo” y a Jerusalén como “una cima”, representante el primero de “esclavitud” y “muerte”; encarnación, la segunda, de “libertad” y “vida”.

En pos de dar sentido a las vidas de los asesinados en el Holocausto, estableció un vínculo entre sus muertes y la fundación del Estado de Israel, que tuvo lugar muy pocos años después.

En vez de presentar el sino de los judíos europeos como razón para renovar la lucha contra el odio y el genocidio en todo el mundo, Netanyahu puso el acento en los intereses del Estado de Israel, y concluyó sus observaciones con un grito de guerra contra Irán.

La elección entre cosmopolitismo y nacionalismo siempre ha sido especialmente difícil para los judíos. Históricamente, la exclusión de la vida pública que suponía la condición del “judío errante” lo volvía en la práctica apátrida y, por consiguiente, implícitamente cosmopolita.

Pero precisamente por eso muchos judíos terminaron siendo ultranacionalistas en los países donde finalmente se asimilaron. Un ejemplo prototípico es el escritor austríaco Stefan Zweig, cuya primera reacción juvenil ante la Primera Guerra Mundial fue aceptarla como una oportunidad de luchar por su país.

Estos sentimientos contradictorios se han amalgamado en la identidad nacional de Israel y animan una tensión permanente entre la democracia y el deseo de proveer una patria a los judíos.

Los oradores extranjeros de este año en Yad Vashem también personificaron este conflicto entre nacionalismo y cosmopolitismo. El presidente ruso, Vladimir Putin, denunció la instrumentalización de la historia, antes de hacer precisamente eso, al asegurar (no sin razón) que el Holocausto fue obra no solo de alemanes, sino también de colaboradores europeos que “a menudo fueron más crueles que sus amos”.

Previsiblemente, dirigió esta acusación en concreto a Ucrania, Lituania y Letonia, países con los que Rusia tiene una relación complicada.

Sin embargo, la objeción más intensa contra esta interpretación provino del Gobierno polaco. Tras no ser invitado a ser orador en la ceremonia, el presidente polaco, Andrzej Duda, la boicoteó. Y anticipándose al discurso de Putin, el primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, escribió en un artículo para Politico: “Rusia está tratando de reescribir la historia. Lejos de ser ‘liberadora’, la Unión Soviética colaboró con la Alemania nazi y perpetró crímenes propios, antes y después de la liberación de Auschwitz”.

La respuesta oficial polaca no sorprende, ya que es el mismo gobierno que en el 2018 aprobó una ley que criminaliza cualquier mención de complicidad polaca en el Holocausto.

El contraste con las observaciones de los presidentes francés y alemán no podría ser mayor. Ambos reflexionaron sobre la culpa de sus respectivos países, antes de expresar una defensa de los valores humanos universales. “Los que asesinaron”, señaló el presidente alemán, Frank-Walter Steinmeier, “los que planearon las matanzas, los que colaboraron en ellas, los muchos que callaron, eran alemanes”.

Como Netanyahu, Steinmeier también hizo hincapié en la cuestión de la renovación después de la Shoá, que dio paso a un nuevo “orden de paz, basado en los derechos humanos y en el derecho internacional”.

Pero, a diferencia de Netanyahu, Steinmeier evitó el triunfalismo; de hecho, puso de manifiesto un problema que aflige a Alemania a pesar de décadas de Vergangenheitsbewältigung (afrontar, elaborar el pasado): el regreso del antisemitismo.

Asimismo, el presidente francés, Emmanuel Macron, fue igualmente impiadoso en su autocrítica: “Francia ha mirado de frente su historia y asumido la responsabilidad irreparable del Estado francés en la deportación de judíos”. De lo que Macron extrae enseñanzas universales y con aplicación al futuro, al afirmar: “Nadie tiene derecho a usar la memoria de los muertos para justificar ninguna forma de odio contemporáneo”.

Me pregunto cómo hubiera respondido Zweig a estos oradores. Aunque fue un protegido de Theodor Herzl, padre intelectual del sionismo, una biografía reciente de George Prochnik muestra que con el correr de los años, Zweig fue sintiéndose cada vez más alejado del nacionalismo.

Después del ascenso de los nazis, sostuvo que los judíos tenían la “misión sagrada” de no crear otro Estado más con “cañones, banderas y medallas”; en vez de eso, quería que fueran el “tábano que fastidia a la sarnosa bestia del nacionalismo”, y que trabajaran por la “disolución de las tendencias nacionalistas”.

Es decir, si Zweig viviera hoy, sin duda se sentiría más cercano al humanismo cosmopolita de Steinmeier y Macron que al etnonacionalismo de Netanyahu.

No olvidemos, sin embargo, que aunque crearon un Estado nación para los judíos, David Ben-Gurion y la mayoría de los fundadores de Israel estaban igualmente comprometidos con una visión cosmopolita y universalista basada en la “completa igualdad de derechos políticos y sociales (…) sin diferencia de credo, raza o sexo”.

Por mi parte, como descendiente de judíos alemanes (algunos de los cuales murieron en los campos de exterminio), soy un firme defensor del derecho de Israel a existir. Pero también creo que la instrumentalización que hace Netanyahu de las víctimas del Holocausto (muchas de las cuales no compartían su nacionalismo sionista) está totalmente en contra de los ideales de los fundadores del país.

Es irónico que, en momentos en que Auschwitz trasciende la memoria para entrar en la historia, se empiecen a extraer de lo sucedido enseñanzas cada vez más particulares, en vez de más universales.

Es evidente que la lucha mundial contra el antisemitismo necesita una nueva narrativa para el mundo del siglo XXI, un mundo de sociedades hiperfragmentadas y multiculturales, donde ya no se conoce personalmente a sobrevivientes del Holocausto. De lo contrario, la historia seguirá siendo politizada y puesta al servicio de agendas nacionalistas, en vez de mostrar el camino hacia un futuro más pacífico para todos.

Mark Leonard: director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores.

© Project Syndicate 1995–2020