El 12 de octubre de 1936, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, Miguel de Unamuno tomó la palabra para responder a los académicos alineados con el franquismo. Un sonoro “¡Muera la inteligencia!” de boca del general José Millán-Astray interrumpió su discurso.
Hay otras versiones de la frase pero si esa, la más citada, no fuera precisa, es de todos modos invaluable para retratar una característica del populismo. El menosprecio a la intelectualidad –presentada como una distante asamblea del Olimpo– unifica al líder con la masa, al seguidor con el movimiento, más o menos violento, más o menos autoritario.
La ignorancia se convierte en denominador común, y cuando el líder predica su desconfianza frente a los intelectuales y expertos, absuelve a sus seguidores de culpa por carecer de conocimientos y de la sensibilidad necesaria para apreciar a quienes los poseen. Se perdona, también, a sí mismo.
La preeminencia del sentido común –no tan abundante como su nombre lo indica si hacemos caso a Pascal– no tarda en ser proclamada. A partir de ahí, el campo está despejado para gobernar por instinto, bajo la guía de un credo simple y con la inteligencia muerta, incapaz de cuestionar el prejuicio dominante.
En 1947, la inteligencia viva, representada por un grupo de científicos, creó el Reloj del Apocalipsis, una metáfora de la proximidad del hombre a su propia destrucción. La iniciativa fue del Boletín de Científicos Atómicos, organización creada dos años antes por investigadores involucrados en el desarrollo de la bomba nuclear.
Hoy, la organización reúne a físicos y científicos climáticos de todo el planeta que deciden los ajustes del reloj en consulta con una junta de patrocinadores, integrada por 15 ganadores del premio Nobel. El jueves, las declaraciones del presidente Trump sobre la proliferación nuclear y el medioambiente, junto al aumento del nacionalismo en todo el planeta, obligaron a acercar el minutero hacia la hora de la debacle.
El resultado era de esperar desde el 23 de febrero cuando el precandidato celebró su victoria en la convención de Nevada presumiendo del apoyo obtenido entre los menos educados. Ahora, los científicos de la Agencia de Protección Ambiental recibieron instrucciones de no difundir sus conocimientos sin previa aprobación política, pues el gobierno niega sus conclusiones sobre el calentamiento global. El equipo económico, por su parte, reboza de millonarios con “sentido común” y carece de economistas con formación académica. ¡Muera la inteligencia y venga el Apocalipsis!
Armando González es director de La Nación.