Dos familiares murieron luchando en 1978 por causas distintas. Una defendía una dictadura y la otra luchaba contra el régimen. A pesar de esa polarización, mis padres me dieron la libertad de inclinarme por lo que yo considerara a bien. Admito que las canciones y consignas sandinistas me cautivaron y detesté, sin conocer, a Anastasio Somoza.
Los 19 de julio, durante mi infancia, mi padre me llevaba a Managua a celebrar el triunfo de la Revolución sandinista. Ahora no preciso cuántas veces asistí para ver, infructuosamente, a Ortega; pero fue en el 2001 cuando llegó a Diriomo, Granada, a buscar votos, cuando pude tenerlo cerca.
Ese día mi papá me dijo que llegaba “el hombre”. Tenía siete años y no recuerdo mucho. En mi mente hay imágenes de una caminata por las calles del pueblo: Ortega vestido de jean y camiseta azul; Ortega acuerpado por el “pueblo”; Ortega protegido por sus agentes de seguridad; Ortega alzando los brazos al ritmo de consignas. Ese año perdió las elecciones.
De su regreso en el 2006, nuevamente para elecciones, tengo imágenes más claras. Desde el canal sandinista seguí con mis padres los recorridos de Ortega por el país: Ortega vestido de blanco; Ortega hablando de paz; Ortega acompañado de su mujer…
Esta vez sí triunfó, y no porque haya obtenido un total respaldo popular, sino porque pactó con el expresidente Arnoldo Alemán para reducir el porcentaje del voto popular requerido para ser presidente. Movió las fichas a su conveniencia y golpeó a la incipiente democracia.
Señales de cambio. En el 2007 vi cómo Rosario Murillo empezó a moverlo todo para controlarlo todo. Ya era un poder familiar. En el 2016, Ortega y Murillo lo ratificaron al presentarse como fórmula presidencial.
El gran problema de Nicaragua ha sido el caudillismo, muchos de los políticos se venden como mesías, y el pueblo lo cree. Y el pueblo sigue ungiendo a caudillos cada vez que puede. Daniel Ortega es un claro ejemplo, ha reformado leyes a su conveniencia para mantenerse en el poder y hacer creer que es el líder que tiene la solución de todos los problemas.
Tengo 24 años y fui a las urnas por primera vez en las elecciones del 2011. No voté por Ortega porque vi en los primeros años de su mandato ansias de poder e indicios del nacimiento de una dictadura. Estaba cansado de su manoseo a la Constitución y su endiosamiento.
Con mi padre discutía sobre eso. Siempre fue difícil y por años decidimos no hablar del presidente para evitar fricciones, incluso respetó mi posición de periodista cuando empecé a trabajar en el 2012 para el opositor diario La Prensa.
No fue hasta hace poco cuando hablamos y coincidimos. El 20 de abril estuve en la catedral de Managua. Fui en calidad de ciudadano a dejar medicinas y alimentos para los jóvenes que luchaban en las cercanías de la avenida universitaria. Fueron más de 10 horas de miedo.
En la línea de fuego. Ese día me quedé sin carga en el móvil y fui víctima, junto con casi mil jóvenes más, de la represión policial y de grupos paramilitares que reprimieron las manifestaciones. Abrieron las rejas del patio del templo y entraron disparando a matar, destruyeron carros y robaron a periodistas.
Al encender mi teléfono me cayeron decenas de notificaciones de llamadas perdidas de mi papá. Me vio en un canal de noticias y en redes circuló que fuimos asediados por policías y paramilitares. La incertidumbre por mi vida lo hizo pensar en lo peor.
Cuando lo llamé, lo primero que recibí fue regaños, por lo cual nuestra conversación fue de menos de un minuto. Al día siguiente, el 21 de abril, sorpresivamente me dijo: “Nunca había sentido tanto miedo de perderte, pensé en cómo el hombre al que defendí en los 80 reprimía a los chavalos”.
Mi padre se enmontañó de joven y con su fusil peleó con miembros de la contrarrevolución. “Éramos armados contra armados. Los chavalos de ahora solo andan con sus banderas, indefensos (también andan con morteros y piedras)”, me comentó, en un planteamiento compartido por muchos que, como él, pelearon hace tres décadas.
Después del 20 de abril, mi papá ha salido a las manifestaciones de la ciudad donde reside, con miedo y con la incertidumbre de si la lucha llegará a buen puerto. Todas las noches hablamos por teléfono de la situación: de los muertos, de los saqueos, de los tanques. “Ortega es un dictador, es peor que Somoza”, me dijo hace unos días.
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Y como a mi padre, Ortega ha desencantando a más sandinistas que lo miraban como mesías, y que no terminaban de convencerse de que en realidad copió y perfeccionó al Somoza huido en 1979. Pensó que las horas de terror habían terminado en 1990, y yo gozaría de la paz que ni él ni mi madre tuvieron.
Cuando nací, en 1994, mis padres empezaban a gozar los días sin noticias de guerra, sin imaginar que 24 años después yo estaría tan cerca de tiroteos mortales contra civiles, como el último, el del 30 de mayo, durante una manifestación pacífica convocada en Managua. Ese día, las turbas del gobierno atacaron el final de la marcha: infundieron el pánico; 4.000 personas se refugiaron en una universidad y asesinaron a nueve jóvenes. Fue una masacre. Esta vez no me la contaron, la viví.
El autor es periodista nicaragüense.