Mi mamá salió de tercer año del colegio para ayudar a mantener a su familia: padre ausente, madre áspera y violenta y dos hermanos que se iban por largos períodos de la casa, sin que nadie supiera su paradero. Sacrificar su educación fue una tragedia, pero el hecho de ganarse su platita la ilusionaba. Sus primeros salarios, ¡qué alegría indescriptible! Era una Costa Rica frugal y campesina. Trabajaba en el departamento de damas, segundo piso de La Gloria, en pleno corazón de la ciudad: por mucho tiempo, la tienda por excelencia de la clase media, pues la gente de plata iba a Miami a comprar su ropa, al inmemorial Scaglietti o a Mainieri Aronne.
Todas quedaban sobre la avenida central, a cuestión de tres minutos a pie una de la otra. Trabajaba con entusiasmo, mamá, atesorando sus sueldos, entregados los viernes por la tarde en un sobrecito amarillo. Era muy bonita, ojos achinados, acinturadita, humilde, siempre sonriente, la decencia misma, una mujer armada de sólidos principios morales.
Su mayor gozo era salir corriendo de la tienda a las cinco y media de la tarde, para llegar a tiempo a casa y ver El mundo submarino de Jacques Cousteau, que la fascinaba —como siguen fascinándola los programas sobre la naturaleza—.
¡Mundo simple, aquel, alegrías simples, ilusiones simples, satisfacciones simples! Fue su admiración por el célebre oceanógrafo la que la llevó a escoger el nombre a su primogénito, el señor que esto escribe.
Contacto con la gente. Era seria en su trabajo. Conoció a grandes damas que, por supuesto, no se acuerdan de ella, pero a las que en algún momento habrá vendido un fustán, un perfume, una peluca, yo qué sé… Primeras damas de la República, viejas fufurufas, viejas emperifolladas, viejas entufadas… Mi madre, una simple vendedora. A veces la mandaban al primer piso, a la sección de telas y de ropa para niños. Gozaba de la plena confianza de la familia Crespo, propietaria de la tienda.
La Gloria tenía ese olor inconfundible, mezcla de prendas, paños, lienzos de todo tipo. Miles de texturas, colores y fragancias. Me pierdo en la fantasía de volver a los años cincuenta y llegar, un día cualquiera, al local, a la sección de damas, y buscar a mi joven mamá —a quien sin duda reconocería de inmediato— para ver cómo era su voz, con cuánta solicitud me hubiera atendido, cómo vestía, cómo llevaba el pelo, cómo caminaba, ver si, en virtud de alguna misteriosa conexión, hubiese podido saber quién era yo. La inversión del esquema adánico. El hijo más viejo que sus padres.
El pensamiento no me deja en paz, es una fascinación permanente. ¿Qué habría dicho de mí? ¿Le habría gustado? Ella mariposeaba por todo el departamento atendiendo a sus clientes. Era puntual, muy afanosa trabajadora. Había renunciado al bachillerato, cosa que le dolió toda su vida, porque con una juventud de penuria económica, y luego madre de dos niños hemofílicos, el estudio devino una imposibilidad.
Siempre le preocupó que nosotros —mi hermano, ya fallecido, y mi hermana— tuviésemos la mejor educación posible. Insistió en nuestra excelencia académica, nos ayudaba en la medida en que ella podía hacerlo. Los primeros días de clase de cada año (siempre en ausencia nuestra) tomaba la palabra, con el permiso de la profesora o del profesor de turno, para explicarles a todos los compañeros que yo era un niño “especial”, que no se me debía empujar, o golpear, o dejar jugar fútbol. Que a la hora de hacer fila para entrar en la clase nadie me hiciera perder el equilibrio, que siempre que ellos pudieran ayudarme a cargar el bulto, con sus a veces numerosos libros y cuadernos, me estarían haciendo un gran favor.
Precauciones. Durante mucho tiempo se estimó que yo no podría ir a la escuela, y que estaría confinado a la enseñanza doméstica. Mi primer grado fue un experimento… la congoja de mis padres era tremenda: “Cuando se arme el tumulto de estudiantes a la hora de salir de clases, usted espere, papito, aunque se quede de último, espere y no salga hasta que haya pasado el peligro”. “Por nada del mundo se le ocurra encaramarse en los leones de la fachada” —en efecto, dos colosales leones blancos recibían a todo aquel que entraba en la que era conocida como “la casa de los leones”, primer emplazamiento del Liceo Franco-Costarricense—.
Sobra decir que desobedecí, y que cabalgué gloriosamente ambas bestias. Y sobra decir también que uno de los altos directivos se topó a mi mamá en las escaleras, y le comentó a alguien: “¡Mire qué macha más sabrosa!”. Al día siguiente, mamá se apersonó en la oficina del jefe, tenía dieciséis años de edad, y le dijo: “Mire, señor, con todo respeto estoy aquí porque yo vine a La Gloria a trabajar, y nada más que eso. Yo le exijo que usted me trate con decencia: no quiero volver a oírlo decir nada que afecte mi dignidad de mujer”.
¡Enfrentársele a uno de los señorones del momento, en un país montaraz, rústico, machista hasta la aberración, feudo aún del “gran gamonal”! Esa era mamá. Nunca, nunca, nunca más volvió el directivo a hacer comentarios soeces a propósito de ella. La respetó, la apreció y terminó tratándola casi como a una hija.
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Esta anécdota me enorgullece. Es modelo para muchas corruptibles mujeres de hoy, que por un trato preferencial o algún aumentillo salarial se entregan sin reservas a su superior jerárquico. Conozco casos, más de los que quisiera. Rameritas, y bien baratas, además.
Por eso narro la historia, la subrayo, y la repetiré cuantas veces sea necesario. Celebro las políticas contra el hostigamiento sexual de la mujer, y alzo mi copa por las guerreras que están librando esta ingrata, ardua batalla. En cualquier mujer sexualmente agredida veo la imagen de mi madre, y de inmediato tomo su partido. La depredación sexual es una de las formas de violencia de más difícil erradicación en la sociedad actual. Degradante para el hombre, ofensivo y vejatorio para la mujer, un crimen de lesa humanidad.
El autor es pianista y escritor.