No hace mucho tiempo, una caricatura del turista japonés típico se paseaba por el mundo captando en fotografías, casi sin verlos siquiera, museos y paisajes con el fin de admirarlos más tarde en un álbum en la intimidad del hogar.
Alguien llegó a predecir que el final de la civilización sobrevendría cuando los turistas de otras latitudes hicieran lo mismo y las tierras no sumergidas del planeta quedaran privadas de sol a causa de una impenetrable capa de papel fotográfico.
Luego vinieron las cámaras portátiles de cine, tras las cuales el fin se vislumbraba como generado por una abundancia de desechos asociada con las nuevas tecnologías, pero afortunadamente el apocalipsis se vio postergado por la aparición de unos artilugios de bolsillo que permitían sustituir la realidad con los llamados selfis, estáticos o animados.
Básicamente, desde finalizada la última guerra mundial, habíamos cambiado la manera de ir de un lugar a otro tan solo en un aspecto: ahora, ante cualquier acontecimiento nimio o memorable, nos deteníamos y, olvidando la indignidad que los juicios de Núremberg le atribuyeron, imitábamos el saludo nazi de brazo levantado con el fin de guardar dentro de un teléfono diminuto, unas memorias visuales que, por lo visto, ya no cabían en nuestros cerebros.
Aceptábamos así, sin más, la idea de que contábamos con una nueva forma de memorización más fiel que la del arcaico y nebuloso recuerdo, siempre amenazado por la erosión de la pereza y el olvido. Pensábamos que lo impreso en cartulina, o grabado en un registro reproducible en la pantalla, era una verdad más fiable que cuanto pudieran darnos las palabras o el ejercicio de la memoria.
Según el escritor checo Milan Kundera, la historia tomó un nuevo rumbo cuando las fotografías callejeras dieron permanencia al testimonio sobre las protestas y la represión causadas por la ocupación soviética de Praga, y a partir de entonces el totalitarismo no podría volver a ocultar la verdad tras un muro de propaganda.
Sin embargo, agazapado bajo las faldas del santo, el diablo no podía abstenerse de inventar lo que en inglés llaman photoshop y en español fotomontaje, y cuyos embelecos llegarían a ser tan perfectos que las mentes totalitarias acabarían sacándoles provecho.
Circuló hace poco una noticia en la que, con escasos retoques, la imagen de un saqueo en una ciudad asiática se presentaba como captada en un país sudamericano. O sea, un selfi puede ser tan dudoso como una imagen oculta en la memoria.
(*) Fernando Durán es doctor en Química por la Universidad de Lovaina. Realizó otros estudios en Holanda en la Universidad de Lovaina, Bélgica y Harvard. En Costa Rica se dedicó a trabajar en la política académica y llegó a ocupar el cargo de rector en 1981.