Si algo positivo han tenido para el país y su institucionalidad las denuncias e investigaciones del conocido caso del cemento, han sido sus implicaciones en el Poder Judicial. Este caso en investigación, pero con sólidos indicios de delito, a diferencia de otros en la historia de la corrupción en Costa Rica como Caja-Fischel, ICE-Alcatel, Crucitas y la trocha, por citar algunos, tiene una particularidad especial: su transversalidad.
El cuestionado crédito para la importación del cemento cuenta como principal partícipe a un sujeto privado, pero con implicaciones, relaciones y vínculos en los poderes Legislativo, Ejecutivo y hasta en el Judicial; en este último, en las cúpulas, por lo menos un magistrado y jefaturas, lo mismo que personal subalterno de estas jerarquías.
Sin duda, el caso del cemento, como los otros mencionados, han acrecentado la desconfianza y pesimismo de los ciudadanos en la justicia. Sobre todo en su independencia e imparcialidad, además de su eficacia. Es decir, que, pese a lo denunciado, especialmente por los medios, nada pasará, todo seguirá igual, no habrá castigo para nadie.
Esperemos que no sea así, aunque debe reconocerse que la persecución y castigo de este tipo de delincuencia económica y de cuello blanco es difícil para todo sistema judicial, y Costa Rica no es la excepción. Por ello, no son infrecuentes las desestimaciones, las absolutorias por falta de pruebas; las vías de escape son múltiples. Sin embargo, para que algo así no suceda, es necesario, en primer lugar, un Poder Judicial independiente, capaz y eficiente.
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Es necesaria una justicia ajena al poder político y económico, en donde los jueces le deban lealtad solo a la Constitución y a la ley. Una verdadera separación de poderes, pues, sin ello, no es posible un Estado democrático.
Sistema defectuoso. Con el actual sistema de nombramiento de magistrados y una reelección casi automática, difícilmente contaremos con el tipo de justicia que requiere una verdadera sociedad democrática. Salvo algunas excepciones, porque las debe haber, los nombramientos de magistrados responden a acuerdos políticos, ascensos de carreras e influencias partidarias. Para decirlo claro: algunos son representantes del poder político en la justicia, lo que atenta contra la división de poderes y debilita el Estado de derecho. Esto precisamente ha quedado evidenciado en el caso del cemento.
Nos encontramos ante hechos coyunturales, propicios para una reforma, es decir, para mejorar y aprovechar esta “crisis de credibilidad de la justicia” en una oportunidad de revisión y corrección de la estructura del Poder Judicial, a través de cambios legales o constitucionales.
Podemos visualizar claramente dos proyectos de ley en la Asamblea Legislativa que buscan variar este sistema de nombramientos de magistrados. Uno, presentado por el Frente Amplio, pretende reformar no solo la forma de elegir a los magistrados, sino hacer cambios estructurales en la organización del Poder Judicial y crear un consejo de la judicatura que administre el gobierno judicial integrado por litigantes, catedráticos y representantes de los jueces.
El otro, presentado por la Alianza Demócrata Cristiana, pretende agregar más requisitos para ser magistrado, como 20 años de experiencia, fijar un plazo de cinco años para candidatos que hayan salido del Poder Ejecutivo o de la Asamblea Legislativa y prohibición para quienes tengan vínculos familiares con miembros de los otros poderes de la República.
Pareciera existir consenso sobre estos y otros requisitos para la reforma en el proceso de elección de magistrados. Incluso, la misma Corte Suprema de Justicia analiza propuestas de reformas aún no conocidas.
Replanteamiento. Sin embargo, lo primero que debería replantearse es la necesidad procesal de los magistrados, sobre todo en materia penal. Desde el voto de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, por el caso de Mauricio Herrera contra Costa Rica, del 2004, quedó claro que la obligación del Estado es contar con un recurso eficaz, amplio y que permita la revisión integral de la sentencia, lo cual se cumplió con la creación de la segunda instancia y el recurso de apelación, el cual permite un análisis comprensivo e integral del fallo de primera instancia.
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También quedó claro en este fallo internacional que el recurso de casación, conocido por los magistrados penales, no permite la revisión integral de una sentencia. Por lo que debería de pensarse en cambios procesales más concretos, reales y urgentes en el sistema de justicia e iniciar con la penal.
Si tan solo alejáramos la política de la justicia penal, sería un gran logro. Esto se alcanza eliminando el recurso de casación penal y fortaleciendo el de apelación y los tribunales encargados de resolver esta materia.
El recurso de casación penal aumenta la duración de los procesos, es formalista, lento y costoso. Totalmente ineficaz. Por ejemplo, en el 2016, del total de casos conocidos por la Sala Penal (1.066) el 72 % fueron rechazados por inadmisibilidad, es decir, ni siquiera entraron a conocerlos, mientras que solamente fueron declarados con lugar el 8,6 %, que corresponde a 92 casos. Igualmente, declararon sin lugar el 5,6 %, que corresponde a 60 casos. El resto se refiere a otras decisiones de trámite.
La eliminación del recurso de casación puede sustituirse por el recurso de revisión, con el cual ya contamos, porque siempre es necesario la posible revisión de algunos casos, aunque sea de manera excepcional, sobre todo en materia penal cuando se condena a una persona.
Podrían crearse Tribunales de Revisión Penal, integrados por jueces de carrera y seleccionados de acuerdo con criterios de carrera judicial, sin ninguna injerencia política del Poder Legislativo ni del Ejecutivo.
Por más nuevos requisitos y cambios propuestos, mientras la Asamblea Legislativa elija a los magistrados, existirá el riesgo de injerencia política. Lo que resulta conveniente es repensar el modelo procesal penal, revisar la necesidad y costos del recurso de casación penal.
El autor es abogado.