Según el diccionario, un fetiche es un objeto de culto al cual se le atribuyen determinadas cualidades místicas o mágicas. Los costarricenses tenemos, entonces, una veneración fetichista hacia ciertas instituciones estatales que, en el imaginario colectivo, son, per se, más importantes que el cumplimiento de su misión.
Hemos llenado el Panteón —en el sentido mitológico de conjunto de las divinidades de un pueblo, y no en el más terrenal de lugar destinado a enterrar cadáveres— de deidades con nombres míticos como ICE, Beeneceerre, Japdeva, Uceerre, etc.
Como en la mitología clásica, esos demiurgos estatales tienen sus historias de amores y odios, y hasta se emparejan y reproducen. El poderoso Beeneceerre se casó con la joven y esbelta Beceerre y juntos parieron a Bicsa, una especie de Telémaco que se fue a buscar fortuna, o a su tata, o quién sabe qué, a Miami. O a Panamá. O a Ítaca, que para los efectos da igual.
El Zeus del firmamento tico, el dios del rayo y el trueno, tuvo una hija y un hijo, Racsa y Ceeneefeele, que luego de sus prometedoras adolescencias se convirtieron en los hijos pródigos, pendencieros y torteros del gran ICE. Ahí andan, como almas en pena, queriendo caerse del Olimpo sin que aparezca Hera para que los empuje.
En el Panteón costarricense tenemos a una especie de Sísifo que rehúsa morir, y su castigo es cambiar de nombre para seguir buscándole la cuadratura al círculo, per saecula saeculorum, sin lograrlo. Primero ITCO, luego IDA y finalmente Inder. Pero la mona, que no era una diosa griega, mona se quedó, y lo que dejó de servir hace varias décadas tampoco sirve ahora en su tercera encarnación.
Vida y muerte. Las entidades públicas se crean para cumplir un cometido. Cuando la necesidad desaparece, porque ha sido satisfecha o las circunstancias han cambiado, debería desaparecer la institución encargada de su atención. Cuando pasan las décadas sin que el problema haya sido resuelto a pesar de reestructuraciones, reformas legales y cambios de nombre, deberíamos poder buscar entre los otros habitantes del Olimpo, o mejor aún, entre los seres terrenales que no pertenecen al Panteón, a alguien mejor capacitado para atenderlo… y mandar al cementerio a la entidad que no sirve.
El problema es que en Costa Rica nunca supimos hacer esa diferencia entre Panteón, con p mayúscula, y panteón con p minúscula. Por un prurito ideológico conservacionista, insistimos en capitalizar bancos insolventes (Bancrédito), inventar “negocios” para sostener entidades sin un modelo de negocios viable (Racsa, CNP y el propio Bancrédito), segmentar mercados geográficamente para tener a dos entidades haciendo exactamente lo mismo en regiones diferentes, duplicando los costos generales y de administración (ICE y CNFL), y asignar a entidades moribundas nuevas responsabilidades incompatibles con su cometido original y su cultura institucional, que es adonde quería llegar.
Pero antes, es menester recordar que esto lo hacemos a un costo enorme para la sociedad. Costos financieros como los incurridos en la cabezonada de no querer cerrar Bancrédito cuando era evidente que ya no se podría salvar, o como las pérdidas incurridas un año sí y el siguiente también por empresas como Racsa, que se mantiene abierta a pesar de no poder definir desde hace muchos años su nicho ni modelo de negocios, ni estar en capacidad de hacer algo que una empresa en el sector privado no pueda hacer mejor y a menor costo.
Más grave aún, costos enormes en pérdidas de eficiencia —entiéndase desperdicio o mal uso de recursos productivos, con el consecuente empobrecimiento de la población— como cuando durante más de década y media se impidió el cobro del impuesto de salida junto con la compra de los boletos aéreos para no dejar a Bancrédito sin ese negocio idiota, obligando a turistas nacionales y extranjeros a hacer filas estúpidas en un aeropuerto escaso de espacio.
O como cuando se asignó al CNP la función de centralizar las compras de alimentos para escuelas, comisarías y cárceles, garantizando, así, que el proveedor de hortalizas de Upala no le pueda vender directo a las escuelas de su cantón, y a estas que el producto les llegue rancio, podrido o de inferior calidad, y más caro.
Los costarricenses tenemos claro que la aprobación del paquete fiscal no resuelve el problema de las finanzas públicas y estamos ansiosos por conocer las medidas de recorte y contención del gasto público y racionalización del aparato estatal que complementarán la subida de impuestos para equilibrar las arcas del gobierno.
La coyuntura es ideal para anunciar cuáles entidades finalmente dejarán de drenar recursos de los ciudadanos al reconocer, de una vez por todas, que 330 son demasiadas para un país que no logra disminuir de manera satisfactoria la pobreza ni el desempleo desde hace muchos años.
Sigue el bacanal. Por lo anterior, resulta incomprensible el anuncio de que se le va a encargar liderar el proceso de descarbonización de la economía a Recope, la refinadora que no refina. La empresa que desperdició $50 millones en un proyecto para construir una nueva refinería de la que ni el estudio de factibilidad sirvió. La que empezó a construir hace casi siete años una terminal portuaria petrolera que debió estar lista en dos años, y todavía no se puede usar. La misma que incurre en sobrecostos hasta del 99 % en la traída de los combustibles por carecer, en palabras de la Contraloría General de la República, “de parámetros basados en la ciencia y la técnica, que permitan determinar los niveles de existencias en los cuales se obtiene el menor costo razonable”.
Pero, como decía anteriormente, peor que asignarle una nueva función a una empresa que repetidamente ha demostrado su incompetencia, con tal de mantenerla vigente, es conferirle responsabilidades absolutamente incompatibles con su cometido y su cultura organizacional. Una empresa petrolera no puede ser la llamada a liderar la descarbonización de la economía porque sería, parafraseando al economista español Daniel Lacalle, como pretender fomentar el deporte inflándose a punta de tosteles desde el sofá.
Recope estrenará, cuando Poseidón quiera, una terminal portuaria que le permitirá recibir buques petroleros con capacidad para transportar el doble de combustibles que lo que puede atender en sus instalaciones actuales. Ello debería redundar en ahorros en los costos de transporte y, en alguna medida, en la gestión de los inventarios que ha criticado la Contraloría. ¿Alguien en su sano juicio cree que Recope tendrá los incentivos adecuados para promover la disminución de la dependencia de los hidrocarburos?
Insensatez. Pero, además, ¿alguien en su sano juicio cree que dar nuevas responsabilidades a una empresa que ni siquiera hace bien las que ya tiene asignadas la va a hacer más eficiente? ¿No es eso, en realidad, un buen poco de pensamiento mágico y mucho de insensatez?
La siguiente afirmación es cierta en todo momento, pero cobra especial relevancia en tiempos de crisis fiscal: las decisiones de política pública deberían basarse en la eficiencia, no en la corazonada. Eficiencia implica eficacia (la consecución de los resultados deseados) con el uso de la menor cantidad posible de recursos (es decir, al menor costo). Creer que seres de carne y hueso van a convertir un dinosaurio artrítico en un mítico dragón escupefuegos con una fórmula mágica es, como mínimo, iluso. No es, en ningún caso, una buena forma de encarar la política pública y mucho menos de alcanzar la eficiencia. Los elefantes blancos pertenecen a la antigua Siam, no al Olimpo costarricense. Es hora de desterrarlos.
El autor es economista.