El 7 de setiembre en estas páginas le fue publicado al expresidente Óscar Arias un artículo titulado «La corrupción tiene un solo antídoto». En él sostiene que la ética «la aprendemos por emulación de nuestras figuras de autoridad en el ámbito de las familias» y es a la familia a la que le corresponde enseñarnos la honestidad, a honrar siempre la verdad, a no transgredir códigos de convivencia sólidamente establecidos.
La afirmación es correcta, pero al país le tomaría varias generaciones lograr que la mayoría de las familias sean capaces de corregir el elevado índice de corrupción que nos aqueja.
Entre los científicos dedicados al estudio de la ética destaca Lawrence Kohlberg, quien, basado en Jean Piaget y en sus propias investigaciones, describió la teoría del desarrollo moral y la dividió en tres niveles secuenciales.
En el primer nivel, las personas no tienen claras las reglas sociales ni la autoridad; no comprenden por qué se les sanciona o castiga y siguen las reglas con el fin de satisfacer sus propios intereses y necesidades, dejando que los demás hagan lo mismo. Es el clásico comportamiento de los niños, quienes aprenden que sus acciones conllevan reproches y recompensas.
En el segundo nivel, la persona se somete a las reglas de la sociedad, acepta la autoridad y defiende el respeto a la ley y el orden, a la convivencia y a la conciencia.
En el tercer nivel, alcanzado por muy pocos, el individuo está guiado por valores y principios que construyen ellos mismos, en un afán por lograr una sociedad mejor para todos.
Dependiendo del desarrollo social, algunas o muchas personas, pasada la niñez, continúan viviendo en el primer nivel, incluso por el resto de sus vidas. Solo reconocen la sanción o el castigo y sus propios intereses como límites de su actuar.
Son reconocidas por su típico comportamiento antisocial; cuando perciben que nadie las ve o no van a ser sancionadas, dejan la basura y la gracia de sus perros en cualquier parte, estacionan en zonas prohibidas, conducen a gran velocidad, se brincan los semáforos, no utilizan las luces intermitentes ni las luces bajas; si el profesor es tolerante, no estudian, copian en los exámenes, se adelantan en las filas; ocupan los sitios reservados para adultos o enfermos; mienten, no cumplen su palabra, se apropian de lo que encuentren, no devuelven las sumas pagadas de más en sus sueldos, solo aceptan efectivo por sus honorarios, ponen la radio a todo volumen.
En resumen, para satisfacer sus necesidades, las personas ubicadas en el primer nivel del desarrollo moral solo se preocupan por las sanciones y toleran que los demás hagan lo mismo. Constituyen un atentado contra la calidad de vida.
Los corruptos también pertenecen al primer nivel de desarrollo ético, producto de la tolerancia de los superiores jerárquicos y de la impunidad en las instituciones encargadas de velar por el orden y el control de los fondos públicos.
Los ciudadanos del primer nivel de desarrollo moral consideran que los recursos públicos —sea dinero, equipos, materiales, instalaciones u obras— no pertenecen a nadie, y los responsables de su resguardo y control no encuentran motivo para aplicar sanciones con la misma diligencia que lo harían si la propiedad fuera suya o estuviera bien definida.
Por esta razón, los gobiernos han aprobado leyes y acuerdos de juntas directivas, presupuestos, creación de instituciones, contratos de obras y servicios, nombramientos, convenciones colectivas, pluses, salarios, pensiones y otros privilegios legales, mas no éticos.
El resultado es el caos fiscal, social y moral que nos agobia; todo esto sin posibilidad de sancionar a los responsables de aprobar con su voto y con su firma los actos administrativos calificables de corrupción.
No hacen falta más instituciones ni funcionarios encargados de velar por el control, el problema es que sus jerarcas optan por la tolerancia. Al fin y al cabo, nadie va a sancionarlos y prefieren vivir en armonía con sus compañeros.
El Poder Judicial, desde que un alto funcionario le quitó la vida a un ciudadano y la institución públicamente le dio al implicado un trato preferente, su cultura institucional decayó hasta convertirse en una entidad donde los jerarcas, salvo la Sala Constitucional, dedican sus esfuerzos a defender a ultranza sus faraónicos privilegios.
Por orden del Poder Judicial, un expresidente y ex secretario general de la OEA fue puesto en una perrera, se le bamboleó sin cinturón de seguridad a toda velocidad, fue esposado y encarcelado. Años después fue declarado inocente, pero, en el mismo caso de corrupción, quien recibió millones de dólares en sobornos fue sobreseído.
Es noticia repetida ver a narcotraficantes salir impunes de las cárceles, por aparentes errores de fiscales y de jueces. Nunca ha existido sanción alguna para los responsables de tal negligencia.
Los escándalos conocidos popularmente como la trocha, el cemento chino, las cooperativas, Yanber, Ecoteva y el último, denominado caso Cochinilla, es predecible que no lleguen a juicio.
La Contraloría General de la República, en sus 60 años de existencia, no ha llevado a cabo ninguna investigación notable para el control de la Hacienda pública. Prueba de ello son los enormes déficits fiscales y el caos en la función pública en materia de salarios, pluses y privilegios, todo lo cual ha sido siempre refrendado por la Contraloría cuando aprueba los presupuestos anuales de las instituciones autónomas.
La Contraloría sancionó no hace mucho a un alcalde con la suspensión de labores durante un mes, por un negocio de centenares de millones de colones. El mensaje enviado a los funcionarios y al país es la tolerancia.
Los servidores públicos poseedores de virtud moral, gracias a su formación familiar, constituyen sin duda la mayoría, y son las primeras víctimas del sistema instituido a base de tolerancia e impunidad.
Ellos conocen lo que ocurre en el interior de sus instituciones, pero están secuestrados por la corrupción imperante. La carrera por méritos es la primera gran farsa. Los concursos abiertos no existen; han sido transformados en concursos internos para tolerar el tráfico de influencias y evitar la meritocracia. Esto constituye la antítesis del derecho de todo ciudadano a poder desempeñarse en la función pública, como lo establece la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Conocen también el trato que reciben los acusados de abusos en los centros educativos y de cómo se les va trasladando de una escuela a otra o de un colegio a otro.
Toleran el manejo doloso de fondos, el uso negligente de equipos, el incumplimiento de responsabilidades, el maltrato al público, el cobro por servicios, el manejo indebido de información, el nepotismo, las preferencias indebidas por razones familiares y el amiguismo.
La mayor parte de las conductas indebidas quedan impunes por falta de interés o espíritu corporativo: aducen evitar escándalos para no dañar el prestigio y buen nombre de la institución.
El remedio existe, pero no es fácil hacer cumplir las leyes, principalmente, porque en los últimos gobiernos la mayoría de los puestos políticos han sido ocupados por funcionarios de carrera, sindicalistas o miembros de grupos de interés.
El autor es exdirector de la Escuela de Administración Pública de la UCR.