Veníamos bajando las cuestas del volcán el día de las elecciones, con esa sensación mineral de transparencia que esparce generosa la tarde sobre las laderas del valle del Guarco. Olía a manzanilla que podíamos ver florecida en las orillas de la carretera y a veces a ráfagas de aire de lechería con su conocido resabio de boñiga y leche.
La luz, a esas horas, no podía iluminar los sembradíos de zanahoria y papas con mayor precisión. Estaba iniciando el verano. Cielo azul nítido, nubes estacionadas en la cúpula del cielo mostrando sus amistosas pancitas por sobre las cabezas de quienes se parqueaban a los lados del camino a ver el atardecer desde las laderas de la cadena volcánica, hasta la represa de Cachí y los bosques de Tapantí.
Todavía podíamos ver a varios agricultores mostrando sus productos dentro de cajones de madera y techos improvisados con plásticos con los cuales guarecerse de las repentinas lluvias. Zanahorias y calabazas adornaban las canastas.
Bien nos merecíamos ese paseo después de haber votado como lo dice el manual del buen ciudadano, disfrutando del recorrido. Así que no íbamos a más velocidad que un promedio de 60 kilómetros por hora. Ni siquiera escuchábamos música. Era suficiente con el espectáculo de las lomas aradas, los árboles retorcidos por los fuertes vientos y las manchas amarillas de la mostaza sembrada como alimento para el ganado.
La aparición. El auto rodaba silencioso por las curvas que se sucedían con breves intervalos de rectas encadenando las terrazas cosechadas. Y precisamente en uno de esos intervalos de recta fue que apareció la primera moto, colocándose de inmediato frente a nosotros, sin dejar un espacio adecuado para frenar. Tragamos aire y el pie fue a dar a la palanca del freno de inmediato.
La espalda del motociclista se balanceaba un tanto erráticamente frente a nosotros. Un segundo más y otra moto hizo lo mismo y se colocó detrás de la primera y luego otra, iniciando un recorrido forzado a no más de veinte kilómetros por hora.
Los motociclistas nada tenían que ver con la moto de El mago de Oz. Eran hombres jóvenes que gesticulaban y se hacían señales. Los podíamos ver perfectamente. Las motos eran pequeñas, de uso muy corriente en el lugar para llevar encomiendas o ir al trabajo y evitarse las presas. Típicas marca Fórmula y Freedom compradas en almacenes chinos de bajo presupuesto.
Los hombres llevaban cascos oscuros con dibujos de rayos y flamas urgidas y, a pesar de las bajas temperaturas, por todo abrigo llevaban puestas camisetas. Nos hicieron ir en romería un buen trecho, hasta que decidimos que era mejor acelerar, hacerles un gesto con la mano para indicar que pasaríamos y hacerlo.
La sensación de alivio duró un segundo. De nuevo la maniobra del primero que se impuso frente a nosotros exigiendo que frenáramos casi en seco repitió el procedimiento, luego el segundo detrás del primero, y así el tercero.
La novedad era que ahora había otra moto detrás de nosotros. Una no, dos. Cuando pasaban frente a la ventana, hacían gestos con las manos como si los dedos fueran una pistola que disparaba.
El miedo empezó a tensarnos la nuca. Seguir, seguir… solo quedaba seguir. Los motociclistas aceleraban y desaceleraban haciendo que tuviéramos que frenar en repetidas ocasiones en un ejercicio de acoso en carretera que nunca antes habíamos vivido.
Zona peligrosa. El trecho en esa parte era solitario y bien se podía prestar para un asalto, si esa era la intención. Ni una patrulla, ni una autoridad confiable ese día de elecciones nacionales. Estábamos por detener el auto, la situación era desesperante, pero nos pareció peor, ya que no sabíamos hasta dónde quería llegar ese grupo de hombres envalentonados a saber por qué causas. Si nos deteníamos podía pasar cualquier cosa. Ante cinco o seis motociclistas una pareja de mediana edad estaba indefensa.
Parecían borrachos, drogados o simplemente alebrestados por el día de la fiesta electoral. Bien podía ser una banda que operaba en las faldas del volcán haciendo ralis violentos, pero no, por los gestos y la manera de provocar un choque, eran más bien bestias del camino que acosaban a los autos como presas.
En cada maniobra de adelanto se jugaban la suerte de que los chocáramos, pero a lo mejor era parte del plan para luego pedir dinero por el choque. Tampoco el auto en el que andábamos era de lujo, pero siempre algo de dinero podrían sacar, dado el miedo y la zozobra con la que manejábamos en esos momentos.
En ese estado de violencia, entre motores que aceleraban y muflas que torpedeaban, seguimos bajando sin que nadie más apareciera en el camino. Cada tanto alguno nos pasaba de nuevo y volvía a vernos acercando el rostro lo más posible a la ventana para que no dejáramos de sentir la amenaza sobre nosotros, o bien, si ya estaba enfrente del auto, hacía lo mismo, volviendo a ver como si fuéramos unos presos, o ellos una tenebrosa escolta.
Pandilla. Parecíamos culpables de algo que desconocíamos, más allá de estar compartiendo la carretera que va al volcán Irazú, en la Cordillera Volcánica Central de Costa Rica, atracción dominical de nacionales y todo el año de turistas. Apareció el restaurante de las postales a la derecha.
En la entrada, había parqueadas varias motocicletas y pick-ups. El líder del grupo, el que iba adelante, se detuvo junto al parqueo donde estaban las otros motos. Lo siguieron los demás no sin ponerse de frente a la carretera y esperar que pasáramos con nuestras caras de animales agotados y recién liberados.
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Otro gesto de pistola detonada con la mano antes de no vernos más recibimos por parte del líder del grupo. Seguimos. Respiramos. Casi en seguida apareció la escuela del lugar con sus banderas partidarias amarillas, verdes, blancas, pegadas a los pequeños toldos. Todavía había gente que llegaba a ejercer su derecho al voto. Las urnas cerraban a las seis. Ni un guardia rural ni un policía en todo el recorrido.
Un par de horas después, ya sabíamos que un pastor evangélico conservador y el candidato del PAC se disputarían la presidencia. Todavía nos quedó tiempo de verle al sol la corona de los cuentos y de comprar un kilo de papas tiernas antes de que la tierra se pusiera oscura y ya, abajo, en el valle, reinara lo desconocido.
La autora es escritora.