Vi su sonrisa. Fue lo primero. No conocía a Sherman Guity, pero ver su sonrisa me sacudió. Tiene una expresión optimista, serena; un brillo alegre en la mirada, en los labios, en todo el rostro. Los jóvenes estallaban en aplausos. Subió al escenario con muletas. Debe usarlas, porque le amputaron una pierna, pero no ha reprimido el gozo de sonreír. Viéndolo, comprendí una vez más la importancia de saber buscar la felicidad.
Sherman Guilty es corredor. Sigue siéndolo. Su talento y su esfuerzo lo destinaban a una trayectoria brillante en el deporte, como los grandes atletas, pero la rueda de esa diosa impertinente llamada Fortuna hizo un giro: Guity perdió la pierna derecha en un accidente. No alcanzo a imaginar la dureza de este golpe, el dolor de lo irreversible. Cómo no maldecir al cielo —que rara vez elige bien—, y abandonarse en la nada. Pero no, Guity sonríe ahora frente a los jóvenes que lo aplauden a manos llenas. Guity cambió los planes, espera una prótesis, seguirá corriendo.
Admirable. El accidente le cambió la ruta, pero no el ánimo, ni la voluntad, y sigue empuñando las riendas con el propósito de rehacer el futuro. Actitud admirable. Se le ve en rostro. Su mirada habla por él.
Lo conocí el día del homenaje que hicieron los estudiantes del Colegio Internacional Canadiense a varias personas que trabajan con gran compromiso en distintos campos del saber, la creación y la solidaridad. El galardón se llama Lámpara Dorada. Está concebido con el propósito de estimular proyectos positivos en los jóvenes, frente a tantos modelos de factura dudosa que campean hoy por todas partes.
Guity merece todos los homenajes, pero su sonrisa misma es ya un premio.
El autor es escritor.