Vivimos en la sociedad de los miedos. No una de miedos abstractos, ideológicos, sino de miedos muy concretos, nacidos de las incertidumbres diarias: ¿Tendré trabajo en dos años? ¿Habrá pensión cuando me retire? ¿Volverá mi hija sana y salva hoy en la noche? ¿Será ese policía que me hace el alto un asaltante disfrazado? ¿De donde sacaré plata para pagar las medicinas de mi papá?
Son miedos existenciales, de esos que nublan entendederas y calan hasta los huesos. Tienen como fundamento la intuición de que cada persona está sola y que nadie cuida por ella, salvo su núcleo inmediato (reducido a la familia mínima). La entronización de ese individualismo extremo ha sido ácido sobre las redes de solidaridad y cuidado mutuo que tejían a las comunidades. Sin identidades comunes que nos amarren, el diario vivir se torna en una jungla del sálvese quien pueda.
En la sociedad de los miedos, los individuos responden con suspicacia y violencia ante cualquier amenaza real o percibida. Ajustan las cuentas por sus propias manos pues a la autoridad pública se la ve cada vez más inoperante y, en todo caso, deslegitimizada. A esa autoridad se le grita, pero poco más.
Huérfanas de manada, las personas están dispuestas a cualquier cosa con tal de sentir el calorcito del acompañamiento. Y aquí es donde entra Hobbes, filósofo inglés de hace más de tres siglos, quien dijo que para salir de ese estado de la naturaleza en la que “el hombre es lobo del hombre”, la gente vendía el alma al diablo con tal de tener seguridad. Trescientos años después, el mundo cambió pero el alma humana no.
Hoy ese diablo es el autoritarismo: promete salvarnos frente a las amenazas y darnos una identidad colectiva, la de “nosotros los buenos” frente a los malos. Ante los crecientes problemas de la democracia para resolver los miedos, promete apalear la maldad sin reparar en “daños colaterales” como las libertades ciudadanas.
Para calmar ansiedades, la sociedad de los miedos tiene una cara gemela, la sociedad del espectáculo motorizada por la industria del entretenimiento perpetuo, un gran escapismo colectivo que reduce la vida social a un reality show con tal de que la gente no piense. Si pensar significa buscar explicaciones al presente e imaginar el futuro, ¿para qué revivir ansiedades?
Atenazada entre el autoritarismo y el escapismo, la razón deliberante se asfixia, incapaz de ofrecer una alternativa. ¡Qué ingenuo me parece creer que la revolución tecnológica nos llevaría al paraíso! En malas manos, ella se torna en sirviente de fuerzas oscuras.