Uno presiente que si cada día que pasa están un poco más cerca de su destino, en igual medida se aproximan cada día más al momento del horror. Son los centroamericanos que en número incierto, tal vez 10.000 entre hombres, mujeres y niños, caminan para alcanzar la línea divisoria entre México y los Estados Unidos. Allí, en la frontera, probablemente no los espera la realización de un sueño, sino el espanto seguro de un rechazo brutal.
En su precariedad y su desvalimiento, estremecen el valor y la testarudez con que afrontan la marcha. El valor, decía Nelson Mandela, no consiste en no tener miedo, sino en ser capaces de vencerlo. Su valor, su convicción, su perseverancia, ¿podrán vencer, a la postre, algo mucho peor y más tangible que el miedo?
Mientras el drama del desarraigo y la inmigración prosigue, no me confortan otras formas de encarar las tensiones entre lo que se dice autóctono y lo que no lo es porque procede de otro lugar, sobre todo, en asuntos que parecen triviales, pues no están en el epicentro, sino en los confines de lo humano.
Símil. Ilustro esto último con un símil. El año pasado, un descomunal incendio forestal asoló Portugal. Como resultado, murieron más de cien personas y medio millón de hectáreas de vegetación fueron calcinadas. La información más reciente acerca de este suceso dice que el presidente del país, Marcelo Rebelo de Sousa, culpó de la tragedia al eucalipto.
Ergo, el presidente portugués se ha “echado al monte” para arrancar eucaliptos con sus propias manos, en presencia de las cámaras, naturalmente, persuadido de que esta especie arbórea que no es autóctona y migró desde finales del siglo XIX a Portugal es un depredador que ha de ser exterminado.
Los expertos forestales no piensan igual, posiblemente porque el fundamento de su ciencia no se compadece con el de los políticos. A su juicio, la prevención de acontecimientos tan dañinos no radica en la “caza y captura del eucalipto”, ese agente foráneo integrado tardíamente en la vegetación portuguesa, procedente de Australia y Tasmania; ellos dan mucha más importancia al mantenimiento del bosque, a su limpieza y vigilancia y a la creación de franjas arbóreas.
Pero es más simple evadir lo fundamental y arremeter contra los eucaliptos, esos árboles migrantes, distintos, plateados y aromáticos, venidos de otros mundos. El observador común no puede dejar de notarlos, pero también saltan a la vista del escritor escrupuloso Raymond Chandler, por ejemplo, quien hace que su detective estrella, Philip Marlowe, repare en ellos en medio de sus vicisitudes: “Eucaliptos muy altos bordeaban el camino”, dice, y agrega que aun “después de la lluvia los altos eucaliptos seguían pareciendo polvorientos. La verdad es que siempre parecen polvorientos”.
Polvorientos, presumo, lo mismo que los migrantes que marchan hacia la tierra de promisión donde tampoco se les quiere.
El autor es exmagistrado.