Entre el 26 y el 28 de junio, el vicepresidente de Estados Unidos, Mike Pence, visitó Brasil, Ecuador y Guatemala con dos propósitos paralelos: impulsar una política hemisférica más robusta hacia la dictadura de Nicolás Maduro y predicar una agresiva retórica contra la migración ilegal de guatemaltecos, hondureños y salvadoreños.
La política seguida hasta ahora por la administración de Donald Trump hacia Venezuela ha sido prudente. Lejos de un abordaje guerrerista (aunque en un momento así parecía), ha optado por las sanciones selectivas y la coordinación diplomática con Canadá y varios países latinoamericanos, entre ellos Costa Rica, pero, sobre todo, Argentina, Brasil y México.
En migración, sin embargo, el abordaje ha sido unilateral, torpe, cortoplacista e inhumano. La separación de familias en la frontera sur destaca por su crueldad, al punto que al presidente no le quedó más remedio que revertirla.
Pero como si lo anterior fuera poco, la gira de Pence añadió otro elemento alarmante a la ecuación: enmarcar el fenómeno migratorio como una grave amenaza a la integridad territorial, la soberanía y la seguridad de Estados Unidos. Por eso, su retórica adquirió matices cuasibélicos y dejó abierta la puerta para emprender una virtual “guerra” contra los migrantes. En parte ya ha ocurrido así. El encierro de niños migrantes en albergues semejantes a campos de prisioneros lo revela con toda crudeza.
La invasión. La línea discursiva de Pence fue consecuente en, al menos, tres ocasiones: una comparecencia junto al presidente de Brasil, Michel Temer, una visita a un campamento de migrantes venezolanos en Manaos y la reunión que sostuvo en la capital guatemalteca con su presidente, Jimmy Morales, y los de El Salvador y Honduras, Salvador Sánchez Cerén y Orlando Hernández, respectivamente.
En su primera aparición, advirtió “con gran respeto” a “todas las naciones de la región” (se refería al Triángulo Norte de Centroamérica) que “así como los Estados Unidos respeta sus fronteras y su soberanía, insistimos en que ustedes respeten las nuestras”. Esa frase la reprodujo textualmente en su encuentro con los tres presidentes centroamericanos, a quienes advirtió, además, que “la mayoría de quienes ingresan a nuestro país ilegalmente provienen de los suyos”. La conminación vino muy pronto: “Este éxodo debe terminar. Es una amenaza a la seguridad” estadounidense.
La peculiar lógica bélica de su afirmación bordea el absurdo. Da a entender que Estados Unidos enfrenta una virtual invasión que los países de procedencia pueden manejar a su antojo, no un problema humanitario con múltiples facetas, que escapa al control de tres Estados en extremo vulnerables, disfuncionales y atenazados por críticas condiciones socioeconómicas.
Según Pence, se trata de una “crisis” de enormes proporciones, a pesar de que el número de migrantes es menor ahora que en los años inmediatamente precedentes, y reiteró que entre ellos se infiltran “traficantes humanos y violentos integrantes de pandillas, como la MS-13 (una mara)”, aunque, según cálculos de la Universidad de Texas, estos apenas representan el 0,075 % del total.
Ante tan hiperbólica amenaza, las respuestas han sido equivalentes. Por esto recordó que bajo el “liderazgo” de Trump están haciendo sus fronteras “más fuertes y más seguras que nunca”, incluyendo el inicio de un muro al sureste y “la mayor inversión en seguridad fronteriza en casi una década”.
Los responsables. En uno de sus pocos aciertos retóricos, Pence recordó que las raíces del problema son las “débiles economías, la corrupción, las drogas y la violencia” que ahogan a Guatemala, Honduras y El Salvador. Debió añadir a esas causas la debilidad del Estado de derecho, la impunidad y la falta de oportunidades.
El punto, sin embargo, es claro y real: ningún país de origen puede culpar a Estados Unidos (o a cualquier otro) de las condiciones propias que lo conducen a expulsar población en gran escala. Pero los gobiernos receptores pueden atemperar o acentuar el mal, y el abordaje estadounidense actual, lejos de reducirlo, lo exacerba en todos los lados de las fronteras. Es decir, la responsabilidad es compartida, y al más poderoso corresponde el liderazgo más constructivo. Por eso el enmarcado guerrerista es tan peligroso.
La línea argumental del vicepresidente se sustentó en tres puntos clave: 1) Estados Unidos enfrenta una afluencia masiva de ilegales e indeseables que violan su integridad territorial (y hasta sus mujeres), violan su soberanía y amenazan su seguridad. 2) Se trata, por ende, de una virtual invasión. 3) Como tal, demanda medidas inmediatas a la altura del peligro, en particular interdicciones, expulsiones y represión. Con base en estos pilares se ha construido el relato de país víctima ante hordas indeseables que deben contenerse por la fuerza.
En un segundo plano, quedan los abordajes integrales, que deben partir del análisis minucioso de la realidad, la puesta en marcha de políticas multidimensionales, la cooperación sincera, constante y fluida entre los países involucrados y, por supuesto, las presiones sobre los gobiernos que han sido incapaces –y a menudo desdeñosos— de buscar mejores opciones para impulsar el desarrollo y el Estado de derecho.
Las categorías. Otro país que padece los anteriores problemas y, además, está dominado por una dictadura férrea, cleptocrática e ineficiente, es Venezuela. Por ello, genera oleadas de migrantes aún mayores y Brasil es su principal destino. Durante el segundo día de su gira, Pence visitó en la ciudad amazónica de Manaos un albergue administrado por una parroquia. Su propósito: apoyar a esos migrantes.
¿Cómo compaginar, por un lado, su actitud comprensiva y solidaria hacia ellos, con, por el otro, su rechazo insensible de los centroamericanos? Pence utilizó un artilugio retórico sorprendente e indignante.
“En nuestro país –dijo ante los refugiados venezolanos– enfrentamos una crisis en la frontera sur, debido a que muchos vienen a los Estados Unidos en busca de una vida mejor. Las familias que Karen (su esposa) y yo hemos conocido hoy (…) vinieron a Brasil no para buscar una mejor vida; vinieron aquí para vivir, para sobrevivir”. Y lo que desean es “regresar a Venezuela para restaurar la libertad en su tierra” (énfasis añadidos).
Diferenciar entre tipos de migrantes, todos los cuales huyen de situaciones desesperadas; olvidarse de los retos de acogida que enfrentan en Brasil, Colombia y otros países (mayores que los de Estados Unidos); desdeñar el desgarrador impacto de la violencia en el Triángulo Norte centroamericano; y dar a la búsqueda de mejor vida un sentido casi frívolo, es deleznable, como actitud humana y como guía de política.
Ningún migrante abandona su país por deporte. Lo hacen compelidos por las circunstancias. Estas decisiones tienen envergadura existencial y, con trágica frecuencia, los conducen a los atropellos o la muerte. Por ello, lo menos que merecen es un trato humano, no importa de dónde provengan. Y la única forma de lograrlo y conjurar los desafíos migratorios de manera sostenible es utilizando una estrategia de dos carriles: aplicar compasivamente la ley y trabajar sobre las complejas causas del fenómeno. Esto conlleva enorme esfuerzo, tiempo y frustraciones; es lo contrario de la pirotecnia efectista o guerrerista.
La campaña. No creo que Pence haya incurrido en sus simplismos y truculencias retóricas por casualidad o con el simple propósito de presionar gobiernos centroamericanos. En el fondo, su viaje, sus poses y sus discursos estuvieron esencialmente dirigidos a la base de apoyo electoral de Trump en Estados Unidos.
Una buena parte de ella está integrada por un sector que, desde la campaña del 2016, el hoy presidente aglutinó alrededor del discurso del miedo hacia el otro, de las crisis ficticias, de las invasiones de indeseables, de las injusticias contra Estados Unidos y de la necesidad de enfrentarlas con actitud guerrerista: en migración y en comercio por igual.
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De cara a las elecciones de medio período, en noviembre, hay que mantener exacerbados a esos votantes y la exageración del “riesgo” migratorio, aparejado a una respuesta dura, es un excelente recurso para la movilización. Por desgracia.
Es decir, la gira de Pence, aunque ciertamente fue un acto de política exterior, hay que verla también como una maniobra electoral interna. Lamentable, pero no sorprendente.
Un día después de que el vicepresidente concluyera su visita a Guatemala, la Organización Internacional de Migraciones (OIM) se reunió en Ginebra para elegir un nuevo director, en sustitución del estadounidense William Lacy Swing. Salvo un breve interregno hace varias décadas, durante sus 67 años de historia el cargo siempre había sido ocupado por una persona de esa nacionalidad. Esta vez, sin embargo, el candidato de Trump, sepultado en el tercer lugar (el segundo lo ocupó la costarricense Laura Thompson) retiró su candidatura y fue elegido el portugués António Vitorino. Tampoco sorprende.
El autor es periodista.