LONDRES– Al colocar una corona de flores en la tumba de Napoleón Bonaparte en el 200.° aniversario de su muerte, el presidente francés, Emmanuel Macron, agrandó la fractura de la creciente guerra cultural del país. ¿Pueden ir cerrándose las brechas de Francia o se encamina el país, como algunos predicen, hacia una «guerra civil letal»?
Por largo tiempo el legado de Napoleón ha causado divisiones. Sus admiradores alaban su papel en la creación del Estado francés moderno; sus detractores lo condenan como un colonizador que esclavizó a millones. Pero el tema se ha convertido en particularmente incendiario en estos días, tras la publicación el mes pasado de una carta abierta escrita por 20 generales.
De acuerdo con los generales, Francia se encuentra en un estado de desintegración debido a varios «peligros mortales», incluidos el «islamismo y las hordas de los banlieue» (suburbios pobres en que predominan los migrantes en la periferia de las ciudades francesas). Un movimiento antirracista que desprecia el país, su cultura y sus tradiciones sería otro de esos peligros.
Las predicciones extremas de una inminente disolución de Francia no son nada nuevo. En su novela del 2015 Submission, el escritor Michel Houellebecq imaginó la formación en el país de un gobierno islámico respaldado por la vieja izquierda secular después de una estrecha derrota electoral de un movimiento insurgente nacionalista blanco.
Pero la institucionalidad francesa siempre ha sido rápida en desestimar tales narrativas. «Francia», proclamó el entonces primer ministro Manuel Valls tras la publicación de Submission, «no es Michel Houellebecq… no es intolerancia, odio ni miedo». El actual primer ministro, Jean Castex, manifestó su «más categórica condena» a la carta de los generales.
Sin embargo, la mayor parte del país no está de acuerdo. Miles de soldados activos y en retiro suscribieron la carta, y en una encuesta de opinión realizada para LCI (un canal noticioso estatal), una clara mayoría de los encuestados (el 58 %) apoyaron el lamento de los generales. De entre las afirmaciones específicas de la misiva, la que concitó el mayor apoyo (un 86 %) fue la de que «no puede ni debe haber ninguna ciudad ni barrio donde las leyes de la República no se puedan aplicar».
Esto refleja la percepción popular de que la policía prefiere mantenerse alejada de los banlieue, donde hay brotes de violencia periódicamente. En noviembre del 2005, tres semanas de disturbios nocturnos —gatillados por las muertes accidentales de dos jóvenes negros que escapaban de la policía— llevó al entonces presidente Jacques Chirac a declarar el estado de emergencia. Hoy muchos creen que es inminente otra erupción violenta en los banlieue y que las autoridades no están haciendo lo necesario para prevenirla.
Por supuesto, ese está lejos de ser el único problema que los franceses tienen con la policía. La manifestación de Black Lives Matter (BLM) en el centro de París el año pasado demostró que las «fuerzas antirracistas» que denuncian los generales están convencidas de que los migrantes y las personas de color están sujetas de manera desproporcionada a la brutalidad policial. No es un grupo insignificante: a pesar de la prohibición de reuniones de más de diez personas, participaron en ellas decenas de miles de manifestantes.
No obstante, a aquellos que están al otro lado de las barricadas podría parecerles que los migrantes y las personas de color de alguna manera están monopolizando el papel de víctima. Después de todo, la policía francesa tiene un largo historial de brutalidad contra manifestantes blancos, lo que incluye de manera notable las manifestaciones de mayo de 1968.
En tiempos más recientes, las protestas de los gilets jaunes (chaquetas amarillas), que se mencionan notoriamente en la breve carta abierta, dejaron cerca de una docena de muertos.
De hecho, para los críticos franceses del BLM, los gilets jaunes son un contraargumento particularmente atractivo. La mayor parte de los manifestantes provenía de áreas de trabajadores blancos pobres, a menudo de la Francia rural y pueblerina. Agobiados por unos impuestos cada vez más altos y unos servicios públicos cada vez más débiles, tomaron las calles en el 2018 para exigir cambios y se les respondió con represión.
Las penurias en común (bajos estándares de vida, alto desempleo y violencia policial) podrían ser una base de demandas compartidas, ya que reflejan las falencias del Estado francés. Pero las narrativas populares que demonizan al «otro» hacen más probable que las condiciones de escasez alimenten más resentimiento y división entre los desposeídos.
Por ejemplo, muchos gilets jaunes sienten que los jóvenes de las comunidades de migrantes son parásitos mimados por los beneficios sociales que violan las leyes con impunidad. Al mismo tiempo, es muy posible que aquellos que se encuentran en los márgenes de la sociedad, incluso en términos espaciales, y carecen de oportunidades para escapar de condiciones difíciles y a menudo violentas vayan acumulando una sensación de resentimiento hacia su comunidad y su país.
Un ambiente así se puede convertir en una incubadora del islamismo fanático. No hay un combustible más potente para una guerra de culturas que los ataques mortíferos y demasiado frecuentes al grito de de Allahu akbar, como los que ocurrieron hace poco contra los feligreses de un templo católico en Niza y una mujer policía en un pueblo del sudeste de París (por mencionar solo dos).
Pocas personas en Francia están contentas con los líderes políticos del país, lo que explica por qué los sucesivos presidentes no han podido ganar la reelección. Para romper este patrón el año próximo, es probable que Macron deba sobrevivir a otra segunda vuelta polarizadora con Marine Le Pen, la líder de extrema derecha del Frente Nacional, que expresó su apoyo a la carta de los generales, si bien el giro hacia la derecha del sentimiento popular podría generar otro candidato.
Para mejorar sus posibilidades, Macron tendrá que destacarse del resto de los contendiente y reafirmar el carácter «universalista» del ideal francés de ciudadanía. Uno que, a diferencia del multiculturalismo, trasciende los orígenes raciales y las creencias religiosas.
En un nivel más práctico, Macron haría bien en redistribuir más recursos del vasto gasto público francés, alejándolos de la burocracia y alimentando las funciones más básicas del Estado, comenzando por el sistema de justicia penal. La policía francesa está lejos de ser perfecta, pero no se puede esperar más de ella sin asignarle recursos adecuados, que hoy son tremendamente insuficientes.
Macron también debería hacer gestos conciliatorios con ambos lados de la guerra de culturas. Por ejemplo, comprometerse a una política de «tolerancia cero» en las banlieue podría apaciguar a uno de los bandos, mientras avanzar hacia la descriminalización de las drogas podía tranquilizar al otro, pues reduciría los peligros potenciales de esas medidas policiales más estrictas.
Con el discurso conmemorativo del fallecimiento de Napoleón, Macron parece estar buscando hacer frente a todos los aspectos del controvertido legado del emperador. La manera en que maneje ese equilibrio podría revelar mucho sobre su capacidad de evitar que la larvada guerra de culturas de Francia llegue al punto de ebullición.
Brigitte Granville: es profesora de Economía Internacional en la Universidad Queen Mary de Londres y autora de What Ails France (Lo que aflige a Francia).
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