La foto es insoportable. Una vez vista, se imprime en la memoria y regresa, perturbadora, en cualquier momento, sin avisar. Solo la palidez de los rostros delata la muerte. Si no fuera por el semblante blanquecino, los gemelitos de nueve meses parecerían dormidos en brazos de su padre.
Como cualquier niño de esa edad, están arropados para protegerlos de un frío que jamás sentirán. El joven padre sostiene a uno en cada brazo. No llora, pero suplica con la mirada, como si alguna fuerza invisible pudiera devolver la vida a sus hijos. Los contempla con una contradictoria sonrisa de dolor.
En el ataque con armas químicas también perdió a la madre de los niños, a dos hermanos y a tres sobrinos. No fue el único damnificado. Los grupos de asistencia humanitaria calculan hasta un centenar de víctimas en el poblado de Jan Sheijun, en una zona dominada por rebeldes contrarios al régimen de Bashar al-Asad. Sin embargo, la foto relata el horror como pocas imágenes y ningún recuento escrito lo han hecho, ni siquiera la imagen del niño aturdido de Alepo, herido en cuerpo y alma.
La agencia de noticias difundió la foto y nos dejó a sus suscriptores la decisión del despliegue. Los editores de La Nación abogaban por publicarla en primera plana y tenían estupendas razones. Es necesario transmitirle al mundo la desgarradora realidad de Siria, donde una dictadura impune, gracias a la protección de Rusia e Irán, practica el genocidio.
Pero la foto hiere todas las sensibilidades. Precisamente por eso era necesario publicarla, argumentaban con buen criterio los editores. Estuve tentado a aceptar. La decisión de publicar apenas exige defensa desde la perspectiva del periodismo. La imagen amplía la comprensión del problema y promueve la indignación, posiblemente decisiva cuando la voz y el voto de nuestro país sean requeridos en los foros internacionales. También pone la crisis de los migrantes en otra perspectiva.
Los motivos para desplegar la imagen en primera página, donde todos la vieran, parecían invencibles. Podían verse como fundamento de una obligación, pero, en el fuero interno, sopesaba razones menos altruistas. La denuncia es también una forma de venganza. Avergüenza a los cómplices de Asad y a quienes lo alientan con su indiferencia.
Sin embargo, ahí está la crudeza de la foto. No me atreví a forzarla sobre nuestros lectores. La publicamos en la página 18, con dimensiones reducidas. La decisión fue difícil y ahora que la medito, temo, una vez más, haberme equivocado.
Armando González es director de La Nación.