¿Es innecesaria la Asamblea Legislativa? ¿Podríamos prescindir ventajosamente de ella? ¿Cómo asignar sus funciones a otros órganos que las cumplan con eficiencia y acierto?
Cayó en mis manos un documento que propone una severa reforma; dice que “con la actual estructura organizacional y procedimental, es imposible atender, con eficiencia y responsabilidad, las demandas que implica el ejercicio legislativo”. La Asamblea, agrega, es una maquila de leyes mal hechas, que tienen poco impacto en mejorar la calidad de vida de la gente. Por si fuera poco, le cuesta alrededor de ¢47.000 millones anuales al país.
Entonces, ¿qué se gana con reformarla, si hacerlo no garantiza que se remedien sus deficiencias? Recuerdo que en cierto país de este asolado hemisferio se suprimió la Asamblea y se le encomendaron sus funciones a un parlamento técnico, nombrado por el dictador de turno: según algunos, mejoró notablemente la calidad de la legislación.
Porque parece ser cierto que hay leyes que son verdaderas chapuzas. En estos días, por ejemplo, se divulgó la intención de eliminar la reforma constitucional del 2020 que invirtió el orden de los períodos de sesiones que conforman una legislación: la enmienda se proponía priorizar la plataforma legislativa del Ejecutivo al comienzo de su gestión; el resultado ha sido la semiparálisis de la cámara a falta de esa plataforma. El legislador no tuvo en cuenta que el frío no está en las cobijas.
La función legislativa puede ser ejercida por el ejecutivo con más conocimiento de causa, más sentido de oportunidad y mayor flexibilidad, mediante decretos leyes y reglamentos. Como se hacía en los tiempos de la Junta Fundadora de la Segunda República. La de nombramiento de los magistrados de la Corte Suprema puede hacerse por cooptación de los propios jueces. Y, en fin, el control político puede dejarse en manos de la prensa, en la medida que le sea permitido.
En algunos lugares, las asambleas eco, que son aquellas que repiten sumisamente los deseos del gobernante, sea dictador o algo parecido, cumplen un rol legitimador nada despreciable. Este papel es quizá lo más difícil de desplazar a otros órganos públicos. Pero ¿qué apuro habría de hacerlo, si el ejecutivo, con sus recursos, estaría en capacidad de lograr lo mismo produciendo normas que de seguro mejorarían la calidad de vida de la gente?
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPIlegal.