Dos hechos recientes, sin conexión entre sí, tienen en común el haber sido tan relevantes como para que los haya rescatado la prensa.
El primero es que el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, separándose de sus predecesores, tomó posesión del cargo “sin biblia ni crucifijo” en una ceremonia marcadamente laica. El segundo, más cercano, fue el enojo de un sacerdote católico con ocasión de un rito religioso donde participó el presidente de la República, Carlos Alvarado: el enardecido sacerdote, por lo que entiendo, llamó “ateos disfrazados” a quienes desde el poder civil se dan “baños de religión” como pura estratagema política.
A diferencia de nuestro derecho, el español no obliga al presidente del Gobierno a someterse en el acto de investidura a una parafernalia religiosa, ni le prescribe jurar su cargo pronunciando una concreta fórmula confesional, ni a hacerlo invocando el nombre de Dios.
Se ha dicho que la idea subyacente al carácter abierto de este ritual civil es que no se puede imponer una fórmula que violente a quien sea agnóstico o ateo, profese una fe distinta de la católica o simplemente no desee manifestarla en público. La Constitución española dice que ninguna confesión tiene carácter estatal y que nadie puede ser obligado a declarar sobre su ideología, religión y creencias.
Excepción. Por el contrario, en nuestro caso, la Constitución, rara avis, impone una fórmula sacramental e interactiva, quiero decir, pauta un breve diálogo entre quien jura y quien toma el juramento. El guion constitucional es inflexible e insoslayable: se jura a Dios y se promete a la patria. Nada más natural que a continuación quien rinde el juramento sea apercibido de que su inobservancia le expone al reproche divino.
Esta idea de resonancias medievales consiste en que en Dios radica el origen y la fuente de legitimación del poder público y, por consiguiente, es a él a quien hay que dar cuentas por su ejercicio. Revestida de autoridad constitucional, pone en aprietos a quienes desde una perspectiva aconfesional y democrática se ven precisados a someterse a una modalidad de juramento incompatible con sus creencias, sus libertades y su dignidad.
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El mandato constitucional parece inexorable. Pero en la disyuntiva de alejarse de las funciones públicas o subsumirse en el oscurantismo de la regla, siempre es posible una solución de compromiso: dividir subjetiva e íntimamente la fórmula sacramental, prescindiendo del juramento a Dios y asumiendo solo la promesa a la patria. El fundamento de una cosa así es que ni la Constitución puede obligar a nadie a creer en lo que no cree y, en consecuencia, nadie puede ser obligado a jurar por la fe o la convicción que no tiene.
Lo que resta por saberse es si proceder de esta manera ubica a quienes lo hagan en la categoría de “ateos disfrazados”, a que aludía el sacerdote del principio, y soslaya la ira ingenua de quien no advierte las mundanas ventajas eclesiásticas de involucrar hasta a los no creyentes en el protocolo religioso.
El autor es exmagistrado.