Israel y Haití comparten una historia común de sufrimiento, adversidad y opresión. Sin embargo, ambas sociedades reflejan dos realidades muy distintas, que nos brindan algunos indicios para comprender el camino que deberá tomar la humanidad contra la amenaza ambiental. Veamos.
Haití es una nación joven, cuyos orígenes independentistas surgen de las revueltas de esclavos ocurridas en el siglo XIX contra la colonización francesa. Pese a que la isla fue la primera nación latinoamericana independiente —y la más antigua república negra del mundo—, la emancipación no fue más que la continuidad de una historia de sufrimiento marcada por varios hitos que sometieron al país a una constante opresión.
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Un hecho que ilustra el vasallaje fue el cobro de una indemnización de 150 millones de francos que el rey Carlos X impuso a Haití en 1825 a cambio de reconocer su libertad. La inmisericorde realidad de un yugo que parece perenne. Primero, por fuerzas extranjeras y, después, sometido por las mismas oligarquías internas, y que hizo que Haití nunca dejara de ser una sociedad de esclavos.
El futuro de las naciones está determinado por las condiciones con que las sociedades nacen, y Haití no ha podido forjar un desarrollo cultural para la prosperidad; es una sociedad sellada por la originaria condición esclava de casi la totalidad de sus pobladores.
Además del drama humano, otra de las graves consecuencias de la miseria originada por la inexistencia de desarrollo cultural es la catástrofe ambiental. Por eso, se han hecho virales las imágenes satelitales de la frontera con República Dominicana, en donde, por un lado, se ve el color arena del territorio haitiano, producto de la brutal desertificación, y, por el lado, el verde dominicano.
Casi la totalidad de la superficie haitiana fue deforestada por pobladores que aún cocinan, se iluminan y calientan por las noches con el carbón vegetal extraído de la cada vez menos vegetación existente.
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Según estadísticas publicadas por Frantz Benoit y Pamphile Molière, del Ministerio de Salud haitiano, «hace tan solo 50 años al país lo cubrían verdes llanuras y bosques impenetrables habitados por aves de toda clase», mientras que hoy los bosques solo cubren la décima parte de ese territorio.
Allí, se tala sistemáticamente para producir carbón, única fuente energética para el 80 % de la población. Entre otras consecuencias, a la degradación de sus suelos se suma el proceso erosivo generalizado. Ni que decir de una realidad urbana sin ningún tratamiento de desechos, donde colapsa todo canal hídrico, sean ríos, riachuelos, quebradas naturales o simples drenajes.
Ahora bien, si repasamos la realidad israelí, muchísimo más antigua que la de Haití, contemplamos también una historia de dolor y esclavitud contra un pueblo pequeño. El primer antecedente histórico sobre la opresión a la que los hebreos fueron sometidos son sus siglos de esclavitud en Egipto.
Aparte de los anales bíblicos, hay abundante registro arqueológico acerca del vasallaje semita en Egipto, extraído de antiguos descubrimientos, como lo han documentado reputados arqueólogos; por citar solo dos: Peter Van der Veen y Christoffer Theis. Después vino la dominación babilónica y el destierro para, siglos más tarde, caer bajo el yugo de Roma, que termina en el año 70 d. C. con la destrucción del segundo templo por el general Tito.
A partir de allí, los judíos son expulsados de su tierra y apátridas durante casi 2.000 años. Sin gobierno y territorio, comienzan una larga diáspora que culmina con el horroroso genocidio nazi durante la Segunda Guerra Mundial. En fin, una historia de sufrimiento sin igual, que concluye en 1948 con el establecimiento del Estado de Israel y el gradual retorno de aquel larguísimo destierro.
No obstante la larga historia de calamidades, es un prodigio portentoso advertir cómo el pueblo hebreo logró sostener su cultura. Y en el milagro de la supervivencia de todos sus códigos culturales radica el secreto de las posteriores conquistas tecnológicas a favor de su medioambiente y ecosistemas.
El éxito de la sociedad israelí es inverso a la realidad haitiana. Cuando en la cintura del siglo pasado se establece el Estado israelí, por la condición desértica de su región, los pioneros fueron recibidos prácticamente por una generalizada superficie de tierra estéril. Pese a ello, Israel es hoy la única nación del mundo donde existen más bosques de los que había hace un siglo, a pesar de los continuos sabotajes con el fin de destruirlos, por ejemplo, las 10.000 hectáreas incendiadas por los cohetes del Hizbulá en el 2006.
Además, Israel está a la vanguardia en materia de aprovechamiento y desarrollo de la tecnología del agua, energías limpias y agricultura orgánica sostenible, al punto que se ha convertido en potencia agroexportadora.
No por casualidad en el 2014 su sector agrícola —valorado en $7.800 millones— representó el 3,3 % de su PIB, pese a que cultivan en un ecosistema que solo recibe lluvia 45 días al año y su precipitación anual es de apenas 79 mm.
En vista de la amenaza ambiental, la salvación de la humanidad estará en nuestra eficacia para aplicar vocaciones como la israelí, de utilización de la tecnología a favor del mejoramiento ambiental.
Así, tenemos dos ilustraciones ofrecidas por naciones con una historia común de sufrimiento y adversidad; la primera es la realidad haitiana, que nos alecciona cómo el caos hizo que lo que siglos atrás fue un bosque tropical profundo degenerara en erosión y desierto.
El segundo ejemplo es Israel, que nos da la esperanza de que el nubarrón de la amenaza ambiental que se cierne sobre la humanidad sea revertido con cultura y tecnología, al punto de transformar, como ellos, un desierto en jardín.
El autor es abogado constitucionalista.