Llueve sólido y, como es inevitable, se va la luz. Oigo una sirena al fondo: debe ser una ambulancia que se contorsiona entre la presa para llegar al sitio del enésimo accidente de tránsito. Seguro que otro motociclista yace tirado en el pavimento.
La oscurana me trae este recuerdo: días atrás, mientras esperaba la luz del semáforo, observé un auto circulando en reversa por el carril rápido de la autopista, allá por el aeropuerto. Como el señor se saltó la salida que quería tomar y le dio pereza ir a dar la vuelta, enmendó su error por la vía fácil: se devolvió a “trasero pelao”. Luego, una vez logrado su objetivo, la lio de nuevo: se saltó el semáforo en rojo y se perdió a todo meter por la calle de La Candela.
Es la megainfracción de tránsito de todos los tiempos. O miento. Quizá muchos habrán visto (o hecho) cosas peores. En el carro iban, por cierto, varios niños. Sus hijos, supongo. Por supuesto que uno quisiera ser un superhéroe, el Vengador Solitario, con capa y todo, quitarle la licencia de por vida, confiscarle el carro, regañarlo frente a sus hijos... y nada de trompas. Todo en una y un “cosco”, además.
Sueños de opio. ¿Por qué un tipo se pasa por el forro todas las normas de tránsito y pone en peligro la vida de tantos? Un psicólogo diría que, siendo este un mundo incierto, gente así busca la gratificación inmediata, no importa qué.
Un sociólogo ripostará que el problema es la erosión de las normas sociales, lo que causa la emergencia de antivalores. Un politólogo argumentará que cuando la probabilidad de sanción es muy baja, es de esperar que las personas expandan el ámbito de su poder personal hasta donde pueden.
Todo puede ser y otras disciplinas podrían agregar su perspectiva. Las neurociencias podrían decir que el cableado de nuestro cerebro hace que, en ciertas situaciones, se supriman los mecanismos de valoración del peligro.
La pregunta de fondo es, sin embargo: ¿cuál es la respuesta social apropiada? Si el superhéroe no existe (¿dónde estás Superman, vencedor del mal?) y no podemos poner policías en cada esquina; si la gente ya va a la escuela, ¿qué hacer, digo, aparte de llorar por la leche derramada?
Mientras damos en el clavo, sé que si pusiéramos cámaras en los espacios públicos y pudieran imponerse castigos por esta vía, miles caerían (caeríamos) y, entonces, bien castigados, no nos haría tanta gracia seguir con el jolgorio.