Las llamas crecieron en la catedral de Notre Dame, en el corazón de París, el lunes al anochecer. El fuego devoraba el majestuoso edificio gótico y sus tesoros artísticos que se remontan a un milenio atrás, muchos de ellos. Quizás más.
Los anales de la catedral son un breviario de la historia de Francia. Por ahí pasaron Juana de Arco y el gran Napoleón, además de un listado de las grandes figuras artísticas y políticas de la eminente Francia del pasado y el presente, una configuración de lo que esa gran nación fue y es hasta hoy. Por supuesto, el ayer fue imperial, hoy es la reedición de la República engrandecida por Charles de Gaulle y otras luminarias.
El genial Víctor Hugo elevó su obra con Nuestra Señora de París, donde el protagonista es Quasimodo, y, al mismo tiempo, puso sobre el tapete grandes temas del acontecer social y su perspectiva histórica.
Fue así como el campanario de la catedral anidó los sentimientos de reivindicación popular que la Revolución intentó perpetuar. Ese campanario también anidó el reino del amor, de la fraternidad y las luchas sociales. Esmeralda, la supuesta gitana, embrujó a Quasimodo y al universo de lectores que, a lo largo de tres siglos, se han unido al culto de la libertad germinado en la casetilla del jorobado.
Estos recuerdos e ideas chocan hoy con la barbarie desatada en Europa y otros continentes, traducida en la ola vandálica que destruye iglesias, sinagogas, mezquitas y casas de otros credos religiosos, además de escuelas y colegios.
Reportajes de prensa subrayan cómo iglesias y otros templos de la fe y la educación son diariamente blancos de defecaciones, incendios y destrucción de los instrumentos de la liturgia respectiva. Eso ocurre en Europa, Norteamérica y tantas otras latitudes. El capítulo de Notre Dame se produjo al inicio de la Semana Santa.
La grandeza de Notre Dame la resumió Matisse en los bordes del siglo XX, al pintarla con rasgos que representaban varias corrientes artísticas. Quizás eso nos ocurre a quienes miramos atónitos lo que la barbarie implica. También necesitaría subrayar nuestro empeño en liberar nuestro pensamiento de toda suerte de ideologías y cultos del obscurantismo. Esto debe aplicar para todo el mundo civilizado.
El autor es politólogo.