Tantas veces nos hemos preguntado, al leer en la prensa el nombre del terrorista líder del Estado Islámico, Abu Bakr al Baghdadi, si el infausto personaje permanecía vivo o había muerto. La realidad es que la figura de Al Baghdadi ha estado asociada siempre con la muerte y la violencia.
Sin embargo, en horas tempranas del domingo 28 de octubre, Donald Trump declaró, en tono pretencioso, que en una operación del Ejército de Estados Unidos, Al Baghdadi había muerto como un cobarde tras detonar un chaleco explosivo en un túnel sin salida en la gobernación de Idlib.
La localidad, para mayor detalle, bordea la línea fronteriza con Turquía, donde se concentran las agrupaciones terroristas al Qaeda y Hurras al Din (Guardianes de la Religión) que pretendían evadir el fuego cruzado de las tropas del régimen de Bashar al Asad y el poderío aéreo ruso. Todo lo cual, en conjunto, conformaba un infernal círculo de fuego.
Debe notarse que el planeamiento de la redada antes descrita, empezó a principios del verano, cuando la CIA obtuvo información sorpresivamente sobre la ubicación de Al Baghdadi, en un villorrio inmerso al noroeste de Siria, controlado por grupos rivales de al Qaeda.
Como rector del Estado Islámico, inspiró y dirigió ataques. En el verano del 2014, en la cúspide del alcance territorial, Al Baghdadi se autodeclaró califa o líder religioso de un califato basado en Irak y Siria.
Debido a diferencias internas y el desplazamiento, persiste la creencia entre sus seguidores de que el califato suple defensa individual y grupal.
Esta garantía no ha sido establecida legalmente en cuanto al califato o posibles ramas. Valga señalar que en el pasado ningún líder extremista había logrado aglutinar tantos adeptos y exponer su visión a Occidente a través de los medios de comunicación existentes.
Múltiples jóvenes desaparecían para desposarse con los guerrilleros del califato. Si sobrevivían, acababan siendo madres y sin posibilidad de retornar a sus países de origen.
La muerte de Al Baghdadi, sin embargo, no implicaría la extinción del extremismo ni de las ideas carentes de lógica. Lástima que no conlleve la desaparición del idiotismo ni de los idiotas.
El autor es politólogo.